Benedicto XVI y la confesionalidad de los Estados
Se
trata simplemente de que aquellos Estados gobernados por
católicos y para una mayoría de católicos, consecuentes con la
fe que el pueblo abraza y profesa, sean conformes con la ley
natural tal como es enseñada e interpretada por la Iglesia
Católica. Nada más y nada menos
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El 1 de abril de 2005, en
Subiaco, el entonces Cardenal Ratzinger, Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, afirmó en una
conferencia que el cristianismo “ha negado al estado el
derecho de considerar la religión como una parte del
ordenamiento estatal”, y lamentó que en otros tiempos “contra
su naturaleza y por desgracia, se había vuelto tradición y
religión del estado”.
León XIII, por el contrario, en la encíclica Inmortale Dei,
enseña que “tiene el Estado político la obligación de admitir
enteramente, y profesar abiertamente aquella ley y prácticas de
culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer”; y
elogia el “tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba
los Estados”; época en la que “aquella energía propia de
la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud, había
penetrado profundamente en las leyes, instituciones y costumbres
de los pueblos, en todos los órdenes y problemas del Estado”, y
“organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes
muy superiores a toda esperanza”.
El Cardenal Ratzinger es hoy el Vicario de Cristo en la tierra
(como lo fue en su día León XIII), y no sabemos si públicamente
seguirá sosteniendo lo que dijo sobre los Estados cristianos en
aquella conferencia pronunciada apenas unos días antes de su
elección como Papa.
Aunque así fuera, como él mismo advirtió recientemente a los
sacerdotes de Aosta, “el Papa no es un oráculo; como sabemos,
sólo es infalible en situaciones rarísimas.”.
Alguno pensará que estas últimas palabras se pueden aplicar
también al magisterio de León XIII. Sin embargo, no es del todo
así.
No es así, porque lo que enseñaba León XIII a favor de la
confesionalidad católica de los Estados es lo mismo que habían
venido sosteniendo durante siglos sus predecesores. Y lo mismo
que siguieron sosteniendo sus sucesores, al menos hasta el
Concilio Vaticano II. Mientras que la no confesionalidad
defendida por el Cardenal Ratzinger es teoría que circula entre
los jerarcas de la Iglesia desde hace tan sólo cuatro décadas, y
ni siquiera avalada hasta hoy (teóricamente, al menos) por
ningún Romano Pontífice.
Aquello que la Iglesia ha enseñado siempre y en todas partes,
aun no siendo propiamente magisterio extraordinario, merece
distinto asentimiento que las ideas novedosas y recientes de
algunos pastores de la Iglesia que contradicen francamente ese
magisterio multisecular y universal.
En junio, siendo ya Papa, Joseph Ratzinger habló ante el
Presidente de la República italiana sobre las relaciones entre
la Iglesia y los Estados y dijo que “es legítima una sana
laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades
temporales se rigen según sus normas propias, pero sin excluir
las referencias éticas que tienen su fundamento último en la
religión. La autonomía de la esfera temporal no excluye una
íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que
derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno”.
Pues bien, si partimos de la premisa, apuntada por el Santo
Padre Benedicto XVI, de que los Estados no se pueden abstener de
someterse a las exigencias éticas de la ley natural, y teniendo
en cuenta que el primer mandamiento de la ley natural es amar y
adorar a Dios ¿no están los Estados obligados a rendirle culto
público? Y un Estado cuyos ciudadanos son mayoritariamente
católicos ¿no es coherente que tribute a Dios el culto católico?
El hombre no está menos obligado a dar culto a Dios en privado
que en público. Una sociedad mayoritariamente católica, esto es,
cuyos integrantes tienen un conocimiento de Cristo y de su
Iglesia que no tienen los que, con ignorancia invencible, puedan
ofrecer otro tipo de culto a Dios, ha de adorar al Señor no de
cualquier modo, sino como el Señor mismo ha manifestado querer,
esto es, por medio del culto católico.
Por otra parte, si Dios ha encomendado y asegurado a la Iglesia
Católica, y sólo a ella, la interpretación infalible de la ley
natural, ¿no es lógico que una sociedad compuesta
mayoritariamente por católicos, que saben que el juicio de la
Iglesia garantiza un recto entendimiento y una recta aplicación
de la ley natural, inspire la legislación civil en la doctrina
católica tal como es propuesta por la Esposa de Cristo?
¿No es razonable que los católicos aspiremos a ello?
Si realmente creemos que la obediencia a Dios Uno y Trino y a su
santa ley, así como la aceptación de su revelación y de su
gracia son fuente de bienes incalculables para la sociedad
entera, también para los no creyentes, ¿cómo dejar que la
comunidad política se vea privada del influjo benéfico de la
religión católica?
Alguno podrá pensar: “para que el Estado sea conforme con la ley
natural no es necesaria la inspiración católica, porque la ley
natural puede ser conocida con la sola luz de la razón”.
Es cierto que la ley natural, en cuanto que ley eterna inscrita
en la naturaleza del hombre, puede ser conocida por la sola luz
de la razón. Pero no es menos cierto que en el estado actual de
la humanidad, caída y herida por el pecado original y marcada
por sus secuelas, oscurecida la razón y debilitada la voluntad
para conocer claramente la ley divina y practicarla, fueron
necesarias la revelación y la gracia. Revelación que Dios mismo
quiso fuera conservada, preservada, interpretada y transmitida
por la Iglesia Católica, asistida por el Espíritu Santo, hasta
el fin de los tiempos, con el carisma de la infalibilidad.
Es por eso que, aun en el supuesto de que un Estado pudiera
legislar y gobernar de acuerdo con la ley natural sin apelar a
la religión católica y a la Iglesia, no poseería la seguridad y
la certeza que le proporciona la sujeción al juicio de la
Iglesia Católica. Es evidente. Además, si la revelación, el
magisterio y la gracia son necesarias para que los individuos
podamos conocer y practicar sin mezcla de error la ley natural,
¿por qué no va a ser así respecto a las sociedades?
Pedir al Estado que cumpla la ley natural pero sin adorar a
Dios, sin inspirarse en la Sagrada Escritura y en la Tradición,
sin oír y seguir la voz del magisterio infalible es como como
pedir a una nave que ha quedado sin combustible antes de llegar
al puerto, que trate de arribar dejándose llevar por las olas,
en vez de hacerlo dejándose arrastrar por los barcos
remolcadores o permitiendo que un buque cisterna reponga el
combustible que le falta.
¿Por qué negar al Estado que se apoye en aquellos auxilios
(revelación, gracia y magisterio) que pueden ayudarle a
desempeñar mejor su fin último, la consecución del bien común?
Parece absurdo e injusto.
Nótese que todo ello no implica obligar a los no católicos a
abrazar la fe católica o poner por obra aquellos preceptos y
actos de culto que obligan específicamente a los que
pertenecemos a la Iglesia.
No se trata de que el Estado imponga a nadie (ni siquiera a los
cristianos) que vaya a Misa los domingos o confiese una vez al
año.
Tampoco de impedir a los que profesan otras creencias, que
practiquen entre ellos aquellas prácticas de su religión que no
sean escandalosas, contrarias a la ley natural, al orden público
o al bien común de la sociedad.
Se trata simplemente de que aquellos Estados gobernados por
católicos y para una mayoría de católicos, consecuentes con la
fe que el pueblo abraza y profesa, sean conformes con la ley
natural tal como es enseñada e interpretada por
la
Iglesia Católica.
Nada más y nada menos.•- •-• -••• •••-•
José María Permuy Rey
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