Sobre la actualidad de la fiesta de Cristo Rey
Fue el día 11 de
diciembre de 1925, en los últimos momentos del Año Santo, cuando por su
Encíclica Quas primas el Romano Pontífice Pío XI promulgó la institución
de la nueva festividad litúrgica de Cristo Rey. Testimonio es ella bien
fehaciente de la convicción profunda que inducía al Papa a tomar tal
determinación. Esta convicción de la importancia y de la actualidad del
acto, se deja bien entrever en el recuento de los antecedentes que lo
han ido preparando y con que se abre la Encíclica. Mas no sólo en
aquel pasaje, sino en todo el documento, desde el principio hasta el
fin, son tan graves y sentidas las palabras de Pío XI, que bien se deja
conocer que su intento es no transmitir solamente al pueblo cristiano su
juicio maduro y fundamentado sobre la legitimidad y la conveniencia de
la institución, sino la emoción que en aquel momento embarga su ánimo
paternal y el anhelo vivísimo que siente de ser atendido, comprendido y
secundado. Porque, ¿qué es
la Encíclica Quas primas sino un eco profundo de aquella otra Encíclica,
Ubi arcano, en donde el mismo Pío XI dio a conocer al pueblo cristiano y
el universo entero el ideal de su pontificado, cifrándolo en aquella
fórmula de tanta amplitud y profundidad: «La Paz de Cristo en el Reino
de Cristo» ? En aquella
primera Encíclica, magistral por su doctrina, ¡cómo se trasluce en todos
los párrafos la angustia paternal del corazón del Vicario de Cristo, al
ver al mundo confiado a su tutela cerrar los ojos a la luz a riesgo de
irse despeñando cada vez más en la ruina! El Papa alza su voz y no cesa
de clamor al mundo descarriado que vuelva los ojos a la luz, que sólo
acogiéndose al imperio salvador de Jesucristo podrá hallar la vida, la
salud, la paz. La Encíclica Ubi arcano, es ciertamente un toque de
alarma, pero más que un toque de alarma es un gemido de un corazón de
padre, que debiera herir y despertar el corazón de los dormidos. Transcurridos ya
tres años, ¿había despertado el mundo? Un nuevo gemido que exhala el
corazón del Vicario de Cristo, un nuevo clamor eco del primero, un nuevo
toque al corazón: esto es la Encíclica Quas primas. Una nueva
proposición magistral de la doctrina del Reino de Cristo, una industria
excogitada por el amor paternal: para que la doctrina salvadora penetre
en los entendimientos y en los corazones; éste es el contenido de la
Encíclica. EL PENSAMIENTO
DEL PAPA Se puede
encerrar el pensamiento del Papa en unas pocas proposiciones, cuales son
las que se siguen: 1.° Sólo en el
Reinado de Cristo puede haber paz verdadera y estable. En é1 sí, fuera
de é1, no. Y la paz que se promete no es sólo la espiritual de las
almas, sino la social y la internacional (Ubi arcano, Quas primas). 2.° El Reinado
que trae consigo las promesas es el aceptado libremente por los hombres:
no el Reinado de mero hecho, ni el Reinado del mero poder (Passim). 3.° Por
consiguiente entonces reina Cristo en la sociedad, cuando constituida
ésta rectamente, la Iglesia, cumpliendo el divino encargo, defienda y
tutele los derechos de Dios, ora sobre los hombres en particular, ora
sobre la sociedad entera (Ubi arcano). 4.° La
realización de este ideal, no tan sólo se ha de desear y procurar, sino
también se ha de esperar, en cuanto correspondamos al plan divino (Ubi
arcano, Quas primas, Miserentissimus Redemptor). LA PESTE DE
NUESTRO TIEMPO Cuantas veces
habla S.S. Pío XI de la realeza de Cristo, dirige su palabra al mundo
actual, al mundo en que nosotros vivimos. No trata del asunto en forma
abstracta, en una forma en que cualquier Papa de cualquier siglo hubiera
podido hablar al mundo de aquel entonces. Habla para instruir, y
persuadir y gobernar a los hombres actuales, y es la suya una verdadera
porfía para hacerles comprender la actualidad del tema, para
convencerles del interés que tiene aquello de que les habla para el
mundo, en que nosotros vivimos y nos movemos. Los males de nuestro mundo
son gravísimos. Sólo la aceptación voluntaria del Reinado de Cristo
puede remediarlos. Por esto es tan necesario que el mundo inficionado
por la peste de los errores contrarios a la soberanía de Cristo, sea
instruido, según su capacidad, en la doctrina salvadora, que sepa en qué
consiste la soberanía de Cristo, su justicia y su valor. ¿Cuál es esta
peste que infecciona las almas? No es otra que el Laicismo. Las palabras
de Pío XI son terminantes: «Al prescribir
al mundo católico, que dé culto a Jesucristo Rey, tenemos en cuenta las
necesidades actuales y aplicamos el remedio principal a la peste que ha
inficionado la sociedad humana. Calificamos de peste de nuestros tiempos
al llamado Laicismo, a sus errores, a sus intentos malvados. No llegó,
sabida cosa es, a la madurez en sólo un día. Tiempo hacía que estaba
latente en la entraña de las naciones. Comenzóse por negar la soberanía
de Cristo sobre todas las gentes. Negóse a la Iglesia, el derecho, que
es consecuencia del derecho de Cristo, de enseñar al linaje humano, de
dar leyes, de regir a los pueblos, en orden -claro es- a la
bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso se equiparó a la Iglesia de
Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente al nivel de ellas.
Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para que se la
entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos fueron
aquellos que pensaron en sustituir la religión divina por una cierta
religión natural, por un cierto sentimiento natural. Ni tampoco faltaron
naciones que juzgaron poderse pasar sin Dios y hacer religión de la
impiedad y del menosprecio de Dios» (Quas primas). Esta
caracterización del malhadado Laicismo peste de nuestra sociedad
descubre su próximo parentesco con el liberalismo tantas veces
anatematizado, y convence de que o es el mismísimo liberalismo, ni mas
ni menos, o es el liberalismo llegado a su mayor edad. ¿De esta
apostasía social, de esta separación de Jesucristo, qué consecuencias se
siguen para la sociedad? S.S. nos lo recuerda a renglón seguido: «Los
acerbísimos frutos, tan frecuentes y duraderos, que este alejarse de
Cristo individuos y naciones, ha producido, los lamentamos ya en la
Encíclica Ubi arcano y de nuevo los lamentamos hoy». Para no alargarnos
mas, hagamos notar solamente el último de sus amargos frutos que enumera
Pío XI: «La humana sociedad trastornada y llevada a la destrucción.» Así, la negación
de la realeza de Cristo es peste, ruina, muerte; el acatamiento de la
realeza de Cristo es vida, salud, prosperidad. «Si un día reconocieran
los hombres, en su vida privada y pública, la regia potestad de Cristo,
no es posible imaginar los bienes que forzosamente penetrarían todas las
partes de la sociedad civil; la justa libertad, la disciplina y la
tranquilidad, la concordia y la paz.» Quien lea estos
fragmentos copiados y mas quien considere no a la ligera ni con
prejuicios los documentos citados en su integridad, notará que las
palabras del Papa no suenan a formulismos vacíos, sino a íntima
persuasión; que no son meras palabras, sino espíritu y vida, y el
espíritu y la vida, necesitan comunicarse. De aquí la constancia de Pío
XI en buscar maneras de comunicar, su persuasión, su espíritu, su vida
al pueblo cristiano y al mundo entero. TÁCTICA DEL
PONTÍFICE La táctica de
Pío XI es de insistencia, es la de hacer conocer la doctrina del Reino
de Cristo a todos los cristianos y a todos los hombres, según la
capacidad de cada uno. Para este fin propone esta doctrina y la recuerda
en luminosos documentos y pondera su valor y su interés vital. Y encarga
a los jerarcas de la Iglesia que transmitan sus enseñanzas a los fieles,
acomodándolas a su inteligencia. Para este fin
instituye la solemnidad litúrgica anual de Cristo Rey y hace que se
celebre en un día y un tiempo del ano que haga resaltar su importancia,
y la razón que da es práctica y fundada en el conocimiento de los
hombres. Las fiestas anuales hacen entrar por los ojos de los fieles la
verdad que en si encierran; ellas hablan no só1o a la inteligencia sino
al hombre entero, y con esto la doctrina divina se embebe en el alma de
los fieles, y por decirlo así, se convierte en su carne y en su sangre. Por donde se ve
que la actualidad de la nueva festividad procede de la actualidad de la
idea que en ella se incluye y se asocia, de la actualidad de la idea de
la realeza de Cristo. DESARROLLO DE
LA IDEA Pío XI tiene fe,
fe viva e inconmovible en la idea de Cristo Rey; para Pío XI la idea de
Cristo Rey, del Reino de Cristo es una de aquellas ideas-fuerza que se
abren camino, vencen y avasallan; difúndase esta poderosa idea y ella
conquistara al mundo, lo salvara de la ruina y le comunicara la paz
verdadera, la paz de Cristo. Mas, ¿de dónde viene a la idea de Cristo
Rey este poder de victoria? ¿es algo nativo en ella o le sobreviene de
fuera, de la libre disposición de Dios? ¿túvolo ya en todos los tiempos,
en todas las circunstancias o requiere para su ejercicio la coyuntura
actual? La idea de Cristo Rey no es algo nuevo en la Iglesia; no es una
nueva emergencia en la conciencia cristiana; su abolengo es tan antiguo
cuanto lo es el cristianismo; tiene expresión vigorosa en las páginas
del Nuevo Testamento; se encuadra como fórmula dogmática en el símbolo
eclesiástico; se reza y se canta en la liturgia. ¿Por qué los Papas de
entonces no atribuyen como Pío XI a esta idea una virtualidad especial?
¿podríamos imaginarnos un Papa por ejemplo de la Edad Media,
instituyendo la solemnidad anual de Cristo Rey por una Encíclica Quas
primas esperando de la difusión y conocimiento de la idea la salvación
del mundo? ¿hubiera cristianizado mas al mundo la idea del Reino de
Cristo, que la idea de la Cruz? Exponemos con
alguna extensión la dificultad precedente, no tan só1o porque prepara la
genuina explicación de la virtualidad de la idea de Cristo Rey, sino
también porque no faltan panegiristas y aún tratadistas de la Realeza de
Cristo que la declaran y enaltecen poco mas o menos como lo hicieron en
la Edad Media, salvo el estilo moderno y que apenas tienen en cuenta la
particularísima, aunque circunstancial afinidad, que el mundo actual
tiene con ella. La Realeza de
Cristo es en verdad inmutable. La autoridad del Rey eterno no admite ni
crecimientos ni vicisitudes; podrá sí ser reconocida por un número mayor
o menor de súbditos; podrá ser acatada con mayor o menor perfecc1ón; mas
los derechos de jurisdicción de nuestro Rey han sido, son y serán en
todos los tiempos los mismos. Despréndese de
aquí que el significado, el contenido de la idea «Cristo Rey, Reino de
Cristo» y por ende el de la fórmula verbal que la expresa es, ha sido y
será siempre el mismo. No era diversa la Realeza de Cristo, que
veneraban y acataban los fieles de los tiempos antiguos, los de la Edad
Media y nuestros contemporáneos. Mas el contenido de una idea, de una
fórmula verbal, sin variar en sí mismo, puede ser conocido con mas o
menos claridad, con mas o menos precisión, con mas o menos
determinación. Y si esto sucede a menudo con ideas y palabras de índole
natural, no menos acontece con las ideas y fórmulas que contienen
verdades reveladas. Y en esto precisamente consiste el desenvolvimiento
legítimo y ortodoxo de las ideas reveladas y de las fórmulas en que se
expresan. Tal ha sucedido y sucede por ejemplo con la idea del Cuerpo
Místico de Jesucristo. Tal ha sucedido también con la idea de Cristo
Rey, del Reinado de Jesucristo. Al escribir
estas líneas tengo ante mis ojos un libro inédito, escrito por un autor
del siglo XVII, eminente y genial. En é1 estudia de propósito y con no
escasa erudic1ón los problemas concernientes a la materia que tratamos.
Pero, ¡cuán inferior queda aquel tratado, si se coteja con el cuerpo de
doctrina que suponen y resumen en sus Encíclicas los actuales
Pontífices! El desarrollo de
las ideas, aquella descomposición mental que las particulariza y define
procede naturalmente del cotejo con otras ideas, de la combinación con
ideas afines, etc. Pero lo más frecuente y normal será siempre que el
desenvolvimiento de una de estas ideas pictóricas de sentido, cual es la
del Reino de Cristo, no llegue a su plenitud, si no es al rozar con
ideas afines, mas aun, al chocar con ideas contrarias. Só1o cuando
pueblos y gobiernos, practica y teóricamente, directa y expresamente,
rechazaron y negaron la soberanía de Cristo, esta apareció fulgurante,
fecunda y necesaria, en toda su plenitud y en toda su precisión, en sí
misma y en sus relaciones. Ha sido necesario que llegaran los tiempos en
que, como dice el mismo Pío XI en la Encíclica Miserentissimus
Redemptor, pueblo y gobernantes han clamado « no queremos que Este, que
Cristo reine sobre nosotros»; para que los fieles súbditos de Cristo a
conciencia, dándose perfecta cuenta de su acto, respondieran con aquel
otro clamor «es necesario que Este, que Cristo reine, venga a nos el lo
Reino». Según este
proceso, por el desenvolvimiento de la idea general, pero fecundísima,
del Reino de Cristo, se ha formado todo un cuerpo de doctrina
religioso-político-social, en el cual a todos los problemas
fundamentales de la vida publicano de los de pormenor, ni de los de
índole técnica- se da solución, la única solución, la solución
cristiana. ACTUALIDAD
PSICOLÓGICA DE LA IDEA Con esto puede
ya rastrearse de qué manera la idea de Cristo Rey ha llegado a ser en
nuestros días la idea-fuerza destinada a salvar el mundo moderno. En el seno del
mundo moderno ha logrado su madurez, su perfecto desarrollo y en su seno
la lleva el mundo, y así, por más que se aturda y por más coces que tire
contra el aguijón, no podrá jamás librarse de las angustias de su
conciencia social, cuyo imperativo cristiano pesa sobre é1 como una
losa. Y cuantas más soluciones busque para sus problemas de vida o
muerte fuera de la que le ofrece Cristo Rey más sentirá angustias de
agonía, más desesperantes serán sus desengaños. Jesucristo, Rey
de reyes y menor de los que dominan ofrece al mundo, desplegándola a la
vista de todos, la carta magna de su soberanía de amor, de su caridad,
de su amor de caridad por cuya falta la sociedad agoniza; y no es verdad
que el hombre moderno no pueda entender tal programa, que la doctrina
religioso-político-social, que se basa en la soberanía de Cristo
sobrepuje la capacidad intelectual del hombre de nuestro tiempo; tan
lejos nos parece esto de la verdad que a nuestro humilde entender jamás
en ninguna época del mundo han estado los hombres en su generalidad tan
preparados como hoy en día para entender la doctrina
religioso-políticosocial, programa del Reino de Cristo. Verdad es que la
ignorancia religiosa es en muchísimos casos poco menos que absoluta; que
el mas vil materialismo embota muchísimas inteligencias y las ciega para
que no puedan ver mas allá de la materia; es verdad que el mas absurdo
escepticismo anula en muchas personas el vigor intelectual y perturba la
orientación del pensamiento; es verdad que la frivolidad dilettante
desdeña a conciencia el esfuerzo serio, necesario al bien pensar.
Confesamos que tales extravíos mentales dificultan enormemente la
inteligencia de la doctrina salvadora. Pero también es
verdad que hoy aun en el vulgo que llamamos bajo suele haber un grado de
instrucción, no religiosa por desgracia, muy superior al que en ningún
otro tiempo ha habido. Y esto especialmente es verdad en materias
político-sociales. La lectura tan difundida aun en las clases
inferiores, el interés por la política y la mayor o menor participación
en ella; la actuación personal en la defensa de los intereses de, clase,
etc., suministran a la muchedumbre una notable cantidad de ideas,
confusas en su mayor parte, absurdas en muchos casos, en casi todos
desvencijadas, sin trabazón ni consistencia; mas a pesar de tanta
pobreza la materia no les es desconocida, los tecnicismos les dicen
algo, la misma presunción vanidosa les aficiona a instruirse mas. ¿Por
que motivo no atenderán al apóstol que les declare la salvadora y
sugestiva doctrina del Reino de Cristo con tal que les hable con fe y
convicción y acomodándose a su capacidad como encarga S.S.? Si el apóstol
que les habla sabe presentar la doctrina que transmite como la carta
magna de Cristo Rey que vive en el cielo y gobierna y quiere gobernar a
los hombres para darles la felicidad verdadera y para unirlos en la paz,
en la justicia, en clamor, ¿no se sentirán atraídos hacia tal Rey y por
ende hacia su doctrina? ¿Por qué no
hemos de tener la fe de Pedro, la confianza de Pedro, los que oímos de
labios de Pedro el encomio de la doctrina del Reino, su eficacia
salvadora, su actuación vital? Contemplen
pobres y ricos, nobles y plebeyos, sabios e ignorantes, a Cristo
presente en su Reino, viviente en su Iglesia, hermoso y gracioso, como
dice San Ignacio, entre los hijos de los hombres y no les arredrara su
verdadera doctrina, antes bien les atraerá. Contemplen a Cristo presente
en su Iglesia, no con aquella presencia corporal y visible que sonaron
los milenarios, pero si con la presencia de gobierno, con la presencia
de providencia amorosa, con la presencia de Cabeza mística que influye
en sus miembros, en los que acatan y aman su soberanía, su vida, su
verdad, su amor. Un pensador no
católico, Berdiaeff, en su conocido libro Una nueva Edad Media, entreve
los primeros tenuísimos fulgores de un día que ya amanece. Este día no
es para el sino un tiempo nuevo en el cual el genero humano acatara
amorosamente el Reinado de Jesucristo. Es una nueva Edad Media enmendada
a gusto del pensador, una Edad Media liberada de la ambición y del
predominio temporal de los Pontífices Romanos; lastima de tal obcecación
sectaria en una vista tan perspicaz como la de Berdiaeff. Otra diferencia
se nos antoja a nosotros, diferencia más sutil, só1o al espíritu
perceptible. En la Edad Media, ya pretérita, miraban los hombres en el
Papa, y con razón porque lo es, al Vicario de Jesucristo; mas sucedió no
pocas veces que su vista se fijaba en demasía en el Vicario, queremos
decir en el hombre, y con esto se olvidaban de Jesucristo y así se
sublevaban contra la supremacía del Papa, porque su orgullo les hacia
ver en el a un soberano temporal que pretendía dominarles. En la idea del
Reino de Cristo nos parece ver invertidos los términos. En el primer
término se nos presenta Jesucristo viviente en su Iglesia, viviente en
su representante en la tierra. Si así llegara a mirarse por todo el
mundo al Vicario de Jesucristo, se le vería siempre sobrenaturalizado,
más aún, divinizado. Esta es la
necesidad mas urgente de nuestro tiempo: sobrenaturalizarlo todo,
incluso el Romano Pontífice. Esta vida sobrenatural es la que trae
consigo el Reinado de Jesucristo; esta es la que implora sin darse
cuenta la indigencia de nuestro tiempo, esta es la que reclama el alma
de nuestra sociedad. El Reinado de
Jesucristo, la idea de Cristo Rey es de actualidad vital para el alma
del género humano, es una actualidad psicológica. ACTUALIDAD
PROVIDENCIAL La esperanza de
que el mundo quiera aceptar el Reinado de Jesucristo fundada en su
actualidad psicológica, no tenemos por que negarlo, deja al espíritu en
zozobra. Tantas veces ve el hombre lo que le conviene, lo aprecia en lo
que vale, se siente atraído por ello, mas en último término lo rechaza.
¿No será también de temer la misma inconsecuencia de nuestra sociedad,
cuando se enfrente con su remedio y su bien? Mas he aquí que viene en
nuestro socorro a corroborar las esperanzas un nuevo elemento de fe. ¡La
Providencia divina! ¡las promesas de Paray-le-Monial!: ¡Reinaré a pesar
de mis enemigos! Estas palabras resonaban de continuo en el oído de
Santa Margarita. ¿Cómo las entendía la santa? No lo sabemos de cierto.
Algo nos dice de ello aquella promesa de Jesús en una de las grandes
revelaciones: allí habla con más claridad; allí anuncia que su designio
no es otro que la ruina del imperio de Satanás y la implantación en las
almas del imperio de su amor. Tal vez los
primeros devotos del Corazón de Jesús no atendieron lo bastante a estas
significativas palabras. Extendióse, muerta la santa, la devoción al
Divino Corazón pedida en las revelaciones, pero la idea del Reino más
bien parece esfumarse. Mas llegado a su mitad el siglo XIX al choque de
la antítesis impía y liberal, la idea del Reino de Cristo cobra
vigencia, claridad y precisión. Y a la luz de
esta idea comienzan a interpretarse aquellas misteriosas palabras:
«Reinaré a pesar de mis enemigos.» Y se inicia la corriente, que es cada
día más crecida, de consagraciones al Corazón de Jesús En ella se unen
indisolublemente la devoción al Corazón de Jesús y la devoción a Cristo
Rey. Y de esta unión indisoluble brotan dos formulas ya usuales: por la
devoción al Corazón de Jesús al Reinado social de Cristo; y aquella otra
en que parecen ya identificarse las dos devociones: el Reinado del
Corazón de Jesús. Y esta devoción y esperanza de los fieles estriba
principalmente en las promesas de Paray. Y son los Papas
mismos, Vicarios de Jesucristo en la tierra, los que también parecen
dejarse arrastrar por la corriente de devoción y esperanza; los que
alientan ahincadamente las esperanzas de los devotos del Corazón de
Jesús y en sus públicos documentos manifiestan paladinamente su
esperanza y no dudan en apoyarla abiertamente en las revelaciones de
Paray. Y el Pontífice León XIII en su Encíclica Annum Sacrum señala en
las apariciones del Corazón de Jesús una nueva época, la del Reinado de
Jesucristo. Y S.S. Pío XI declara en su Encíclica Miserentissimus
Redemptor que al instituir la fiesta de Cristo Rey se propuso dar
complemento a lo que iniciaron los fieles en sus actos de consagración
al Corazón de Jesús y afirma solemnemente que la celebración de la
fiesta es, sí, una proclamación de la Realeza de Cristo, pero además es
un anticipo de aquel día venturoso en que el universo entero espontánea
y libremente prestará su obediencia al Reinado suavísimo de Jesús. Y al terminar el
artículo no podemos dejar en olvido al Pontífice reinante, que ya en su
primera Encíclica hizo suyos expresamente los actos y las esperanzas de
sus predecesores, de que acabamos de hablar.
Fue el día 11 de
diciembre de 1925, en los últimos momentos del Año Santo, cuando por su
Encíclica Quas primas el Romano Pontífice Pío XI promulgó la institución
de la nueva festividad litúrgica de Cristo Rey. Testimonio es ella bien
fehaciente de la convicción profunda que inducía al Papa a tomar tal
determinación. Esta convicción de la importancia y de la actualidad del
acto, se deja bien entrever en el recuento de los antecedentes que lo
han ido preparando y con que se abre la Encíclica. Mas no sólo en
aquel pasaje, sino en todo el documento, desde el principio hasta el
fin, son tan graves y sentidas las palabras de Pío XI, que bien se deja
conocer que su intento es no transmitir solamente al pueblo cristiano su
juicio maduro y fundamentado sobre la legitimidad y la conveniencia de
la institución, sino la emoción que en aquel momento embarga su ánimo
paternal y el anhelo vivísimo que siente de ser atendido, comprendido y
secundado. Porque, ¿qué es
la Encíclica Quas primas sino un eco profundo de aquella otra Encíclica,
Ubi arcano, en donde el mismo Pío XI dio a conocer al pueblo cristiano y
el universo entero el ideal de su pontificado, cifrándolo en aquella
fórmula de tanta amplitud y profundidad: «La Paz de Cristo en el Reino
de Cristo» ? En aquella
primera Encíclica, magistral por su doctrina, ¡cómo se trasluce en todos
los párrafos la angustia paternal del corazón del Vicario de Cristo, al
ver al mundo confiado a su tutela cerrar los ojos a la luz a riesgo de
irse despeñando cada vez más en la ruina! El Papa alza su voz y no cesa
de clamor al mundo descarriado que vuelva los ojos a la luz, que sólo
acogiéndose al imperio salvador de Jesucristo podrá hallar la vida, la
salud, la paz. La Encíclica Ubi arcano, es ciertamente un toque de
alarma, pero más que un toque de alarma es un gemido de un corazón de
padre, que debiera herir y despertar el corazón de los dormidos. Transcurridos ya
tres años, ¿había despertado el mundo? Un nuevo gemido que exhala el
corazón del Vicario de Cristo, un nuevo clamor eco del primero, un nuevo
toque al corazón: esto es la Encíclica Quas primas. Una nueva
proposición magistral de la doctrina del Reino de Cristo, una industria
excogitada por el amor paternal: para que la doctrina salvadora penetre
en los entendimientos y en los corazones; éste es el contenido de la
Encíclica. EL PENSAMIENTO
DEL PAPA Se puede
encerrar el pensamiento del Papa en unas pocas proposiciones, cuales son
las que se siguen: 1.° Sólo en el
Reinado de Cristo puede haber paz verdadera y estable. En é1 sí, fuera
de é1, no. Y la paz que se promete no es sólo la espiritual de las
almas, sino la social y la internacional (Ubi arcano, Quas primas). 2.° El Reinado
que trae consigo las promesas es el aceptado libremente por los hombres:
no el Reinado de mero hecho, ni el Reinado del mero poder (Passim). 3.° Por
consiguiente entonces reina Cristo en la sociedad, cuando constituida
ésta rectamente, la Iglesia, cumpliendo el divino encargo, defienda y
tutele los derechos de Dios, ora sobre los hombres en particular, ora
sobre la sociedad entera (Ubi arcano). 4.° La
realización de este ideal, no tan sólo se ha de desear y procurar, sino
también se ha de esperar, en cuanto correspondamos al plan divino (Ubi
arcano, Quas primas, Miserentissimus Redemptor). LA PESTE DE
NUESTRO TIEMPO Cuantas veces
habla S.S. Pío XI de la realeza de Cristo, dirige su palabra al mundo
actual, al mundo en que nosotros vivimos. No trata del asunto en forma
abstracta, en una forma en que cualquier Papa de cualquier siglo hubiera
podido hablar al mundo de aquel entonces. Habla para instruir, y
persuadir y gobernar a los hombres actuales, y es la suya una verdadera
porfía para hacerles comprender la actualidad del tema, para
convencerles del interés que tiene aquello de que les habla para el
mundo, en que nosotros vivimos y nos movemos. Los males de nuestro mundo
son gravísimos. Sólo la aceptación voluntaria del Reinado de Cristo
puede remediarlos. Por esto es tan necesario que el mundo inficionado
por la peste de los errores contrarios a la soberanía de Cristo, sea
instruido, según su capacidad, en la doctrina salvadora, que sepa en qué
consiste la soberanía de Cristo, su justicia y su valor. ¿Cuál es esta
peste que infecciona las almas? No es otra que el Laicismo. Las palabras
de Pío XI son terminantes: «Al prescribir
al mundo católico, que dé culto a Jesucristo Rey, tenemos en cuenta las
necesidades actuales y aplicamos el remedio principal a la peste que ha
inficionado la sociedad humana. Calificamos de peste de nuestros tiempos
al llamado Laicismo, a sus errores, a sus intentos malvados. No llegó,
sabida cosa es, a la madurez en sólo un día. Tiempo hacía que estaba
latente en la entraña de las naciones. Comenzóse por negar la soberanía
de Cristo sobre todas las gentes. Negóse a la Iglesia, el derecho, que
es consecuencia del derecho de Cristo, de enseñar al linaje humano, de
dar leyes, de regir a los pueblos, en orden -claro es- a la
bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso se equiparó a la Iglesia de
Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente al nivel de ellas.
Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para que se la
entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos fueron
aquellos que pensaron en sustituir la religión divina por una cierta
religión natural, por un cierto sentimiento natural. Ni tampoco faltaron
naciones que juzgaron poderse pasar sin Dios y hacer religión de la
impiedad y del menosprecio de Dios» (Quas primas). Esta
caracterización del malhadado Laicismo peste de nuestra sociedad
descubre su próximo parentesco con el liberalismo tantas veces
anatematizado, y convence de que o es el mismísimo liberalismo, ni mas
ni menos, o es el liberalismo llegado a su mayor edad. ¿De esta
apostasía social, de esta separación de Jesucristo, qué consecuencias se
siguen para la sociedad? S.S. nos lo recuerda a renglón seguido: «Los
acerbísimos frutos, tan frecuentes y duraderos, que este alejarse de
Cristo individuos y naciones, ha producido, los lamentamos ya en la
Encíclica Ubi arcano y de nuevo los lamentamos hoy». Para no alargarnos
mas, hagamos notar solamente el último de sus amargos frutos que enumera
Pío XI: «La humana sociedad trastornada y llevada a la destrucción.» Así, la negación
de la realeza de Cristo es peste, ruina, muerte; el acatamiento de la
realeza de Cristo es vida, salud, prosperidad. «Si un día reconocieran
los hombres, en su vida privada y pública, la regia potestad de Cristo,
no es posible imaginar los bienes que forzosamente penetrarían todas las
partes de la sociedad civil; la justa libertad, la disciplina y la
tranquilidad, la concordia y la paz.» Quien lea estos
fragmentos copiados y mas quien considere no a la ligera ni con
prejuicios los documentos citados en su integridad, notará que las
palabras del Papa no suenan a formulismos vacíos, sino a íntima
persuasión; que no son meras palabras, sino espíritu y vida, y el
espíritu y la vida, necesitan comunicarse. De aquí la constancia de Pío
XI en buscar maneras de comunicar, su persuasión, su espíritu, su vida
al pueblo cristiano y al mundo entero. TÁCTICA DEL
PONTÍFICE La táctica de
Pío XI es de insistencia, es la de hacer conocer la doctrina del Reino
de Cristo a todos los cristianos y a todos los hombres, según la
capacidad de cada uno. Para este fin propone esta doctrina y la recuerda
en luminosos documentos y pondera su valor y su interés vital. Y encarga
a los jerarcas de la Iglesia que transmitan sus enseñanzas a los fieles,
acomodándolas a su inteligencia. Para este fin
instituye la solemnidad litúrgica anual de Cristo Rey y hace que se
celebre en un día y un tiempo del ano que haga resaltar su importancia,
y la razón que da es práctica y fundada en el conocimiento de los
hombres. Las fiestas anuales hacen entrar por los ojos de los fieles la
verdad que en si encierran; ellas hablan no só1o a la inteligencia sino
al hombre entero, y con esto la doctrina divina se embebe en el alma de
los fieles, y por decirlo así, se convierte en su carne y en su sangre. Por donde se ve
que la actualidad de la nueva festividad procede de la actualidad de la
idea que en ella se incluye y se asocia, de la actualidad de la idea de
la realeza de Cristo. DESARROLLO DE
LA IDEA Pío XI tiene fe,
fe viva e inconmovible en la idea de Cristo Rey; para Pío XI la idea de
Cristo Rey, del Reino de Cristo es una de aquellas ideas-fuerza que se
abren camino, vencen y avasallan; difúndase esta poderosa idea y ella
conquistara al mundo, lo salvara de la ruina y le comunicara la paz
verdadera, la paz de Cristo. Mas, ¿de dónde viene a la idea de Cristo
Rey este poder de victoria? ¿es algo nativo en ella o le sobreviene de
fuera, de la libre disposición de Dios? ¿túvolo ya en todos los tiempos,
en todas las circunstancias o requiere para su ejercicio la coyuntura
actual? La idea de Cristo Rey no es algo nuevo en la Iglesia; no es una
nueva emergencia en la conciencia cristiana; su abolengo es tan antiguo
cuanto lo es el cristianismo; tiene expresión vigorosa en las páginas
del Nuevo Testamento; se encuadra como fórmula dogmática en el símbolo
eclesiástico; se reza y se canta en la liturgia. ¿Por qué los Papas de
entonces no atribuyen como Pío XI a esta idea una virtualidad especial?
¿podríamos imaginarnos un Papa por ejemplo de la Edad Media,
instituyendo la solemnidad anual de Cristo Rey por una Encíclica Quas
primas esperando de la difusión y conocimiento de la idea la salvación
del mundo? ¿hubiera cristianizado mas al mundo la idea del Reino de
Cristo, que la idea de la Cruz? Exponemos con
alguna extensión la dificultad precedente, no tan só1o porque prepara la
genuina explicación de la virtualidad de la idea de Cristo Rey, sino
también porque no faltan panegiristas y aún tratadistas de la Realeza de
Cristo que la declaran y enaltecen poco mas o menos como lo hicieron en
la Edad Media, salvo el estilo moderno y que apenas tienen en cuenta la
particularísima, aunque circunstancial afinidad, que el mundo actual
tiene con ella. La Realeza de
Cristo es en verdad inmutable. La autoridad del Rey eterno no admite ni
crecimientos ni vicisitudes; podrá sí ser reconocida por un número mayor
o menor de súbditos; podrá ser acatada con mayor o menor perfecc1ón; mas
los derechos de jurisdicción de nuestro Rey han sido, son y serán en
todos los tiempos los mismos. Despréndese de
aquí que el significado, el contenido de la idea «Cristo Rey, Reino de
Cristo» y por ende el de la fórmula verbal que la expresa es, ha sido y
será siempre el mismo. No era diversa la Realeza de Cristo, que
veneraban y acataban los fieles de los tiempos antiguos, los de la Edad
Media y nuestros contemporáneos. Mas el contenido de una idea, de una
fórmula verbal, sin variar en sí mismo, puede ser conocido con mas o
menos claridad, con mas o menos precisión, con mas o menos
determinación. Y si esto sucede a menudo con ideas y palabras de índole
natural, no menos acontece con las ideas y fórmulas que contienen
verdades reveladas. Y en esto precisamente consiste el desenvolvimiento
legítimo y ortodoxo de las ideas reveladas y de las fórmulas en que se
expresan. Tal ha sucedido y sucede por ejemplo con la idea del Cuerpo
Místico de Jesucristo. Tal ha sucedido también con la idea de Cristo
Rey, del Reinado de Jesucristo. Al escribir
estas líneas tengo ante mis ojos un libro inédito, escrito por un autor
del siglo XVII, eminente y genial. En é1 estudia de propósito y con no
escasa erudic1ón los problemas concernientes a la materia que tratamos.
Pero, ¡cuán inferior queda aquel tratado, si se coteja con el cuerpo de
doctrina que suponen y resumen en sus Encíclicas los actuales
Pontífices! El desarrollo de
las ideas, aquella descomposición mental que las particulariza y define
procede naturalmente del cotejo con otras ideas, de la combinación con
ideas afines, etc. Pero lo más frecuente y normal será siempre que el
desenvolvimiento de una de estas ideas pictóricas de sentido, cual es la
del Reino de Cristo, no llegue a su plenitud, si no es al rozar con
ideas afines, mas aun, al chocar con ideas contrarias. Só1o cuando
pueblos y gobiernos, practica y teóricamente, directa y expresamente,
rechazaron y negaron la soberanía de Cristo, esta apareció fulgurante,
fecunda y necesaria, en toda su plenitud y en toda su precisión, en sí
misma y en sus relaciones. Ha sido necesario que llegaran los tiempos en
que, como dice el mismo Pío XI en la Encíclica Miserentissimus
Redemptor, pueblo y gobernantes han clamado « no queremos que Este, que
Cristo reine sobre nosotros»; para que los fieles súbditos de Cristo a
conciencia, dándose perfecta cuenta de su acto, respondieran con aquel
otro clamor «es necesario que Este, que Cristo reine, venga a nos el lo
Reino». Según este
proceso, por el desenvolvimiento de la idea general, pero fecundísima,
del Reino de Cristo, se ha formado todo un cuerpo de doctrina
religioso-político-social, en el cual a todos los problemas
fundamentales de la vida publicano de los de pormenor, ni de los de
índole técnica- se da solución, la única solución, la solución
cristiana. ACTUALIDAD
PSICOLÓGICA DE LA IDEA Con esto puede
ya rastrearse de qué manera la idea de Cristo Rey ha llegado a ser en
nuestros días la idea-fuerza destinada a salvar el mundo moderno. En el seno del
mundo moderno ha logrado su madurez, su perfecto desarrollo y en su seno
la lleva el mundo, y así, por más que se aturda y por más coces que tire
contra el aguijón, no podrá jamás librarse de las angustias de su
conciencia social, cuyo imperativo cristiano pesa sobre é1 como una
losa. Y cuantas más soluciones busque para sus problemas de vida o
muerte fuera de la que le ofrece Cristo Rey más sentirá angustias de
agonía, más desesperantes serán sus desengaños. Jesucristo, Rey
de reyes y menor de los que dominan ofrece al mundo, desplegándola a la
vista de todos, la carta magna de su soberanía de amor, de su caridad,
de su amor de caridad por cuya falta la sociedad agoniza; y no es verdad
que el hombre moderno no pueda entender tal programa, que la doctrina
religioso-político-social, que se basa en la soberanía de Cristo
sobrepuje la capacidad intelectual del hombre de nuestro tiempo; tan
lejos nos parece esto de la verdad que a nuestro humilde entender jamás
en ninguna época del mundo han estado los hombres en su generalidad tan
preparados como hoy en día para entender la doctrina
religioso-políticosocial, programa del Reino de Cristo. Verdad es que la
ignorancia religiosa es en muchísimos casos poco menos que absoluta; que
el mas vil materialismo embota muchísimas inteligencias y las ciega para
que no puedan ver mas allá de la materia; es verdad que el mas absurdo
escepticismo anula en muchas personas el vigor intelectual y perturba la
orientación del pensamiento; es verdad que la frivolidad dilettante
desdeña a conciencia el esfuerzo serio, necesario al bien pensar.
Confesamos que tales extravíos mentales dificultan enormemente la
inteligencia de la doctrina salvadora. Pero también es
verdad que hoy aun en el vulgo que llamamos bajo suele haber un grado de
instrucción, no religiosa por desgracia, muy superior al que en ningún
otro tiempo ha habido. Y esto especialmente es verdad en materias
político-sociales. La lectura tan difundida aun en las clases
inferiores, el interés por la política y la mayor o menor participación
en ella; la actuación personal en la defensa de los intereses de, clase,
etc., suministran a la muchedumbre una notable cantidad de ideas,
confusas en su mayor parte, absurdas en muchos casos, en casi todos
desvencijadas, sin trabazón ni consistencia; mas a pesar de tanta
pobreza la materia no les es desconocida, los tecnicismos les dicen
algo, la misma presunción vanidosa les aficiona a instruirse mas. ¿Por
que motivo no atenderán al apóstol que les declare la salvadora y
sugestiva doctrina del Reino de Cristo con tal que les hable con fe y
convicción y acomodándose a su capacidad como encarga S.S.? Si el apóstol
que les habla sabe presentar la doctrina que transmite como la carta
magna de Cristo Rey que vive en el cielo y gobierna y quiere gobernar a
los hombres para darles la felicidad verdadera y para unirlos en la paz,
en la justicia, en clamor, ¿no se sentirán atraídos hacia tal Rey y por
ende hacia su doctrina? ¿Por qué no
hemos de tener la fe de Pedro, la confianza de Pedro, los que oímos de
labios de Pedro el encomio de la doctrina del Reino, su eficacia
salvadora, su actuación vital? Contemplen
pobres y ricos, nobles y plebeyos, sabios e ignorantes, a Cristo
presente en su Reino, viviente en su Iglesia, hermoso y gracioso, como
dice San Ignacio, entre los hijos de los hombres y no les arredrara su
verdadera doctrina, antes bien les atraerá. Contemplen a Cristo presente
en su Iglesia, no con aquella presencia corporal y visible que sonaron
los milenarios, pero si con la presencia de gobierno, con la presencia
de providencia amorosa, con la presencia de Cabeza mística que influye
en sus miembros, en los que acatan y aman su soberanía, su vida, su
verdad, su amor. Un pensador no
católico, Berdiaeff, en su conocido libro Una nueva Edad Media, entreve
los primeros tenuísimos fulgores de un día que ya amanece. Este día no
es para el sino un tiempo nuevo en el cual el genero humano acatara
amorosamente el Reinado de Jesucristo. Es una nueva Edad Media enmendada
a gusto del pensador, una Edad Media liberada de la ambición y del
predominio temporal de los Pontífices Romanos; lastima de tal obcecación
sectaria en una vista tan perspicaz como la de Berdiaeff. Otra diferencia
se nos antoja a nosotros, diferencia más sutil, só1o al espíritu
perceptible. En la Edad Media, ya pretérita, miraban los hombres en el
Papa, y con razón porque lo es, al Vicario de Jesucristo; mas sucedió no
pocas veces que su vista se fijaba en demasía en el Vicario, queremos
decir en el hombre, y con esto se olvidaban de Jesucristo y así se
sublevaban contra la supremacía del Papa, porque su orgullo les hacia
ver en el a un soberano temporal que pretendía dominarles. En la idea del
Reino de Cristo nos parece ver invertidos los términos. En el primer
término se nos presenta Jesucristo viviente en su Iglesia, viviente en
su representante en la tierra. Si así llegara a mirarse por todo el
mundo al Vicario de Jesucristo, se le vería siempre sobrenaturalizado,
más aún, divinizado. Esta es la
necesidad mas urgente de nuestro tiempo: sobrenaturalizarlo todo,
incluso el Romano Pontífice. Esta vida sobrenatural es la que trae
consigo el Reinado de Jesucristo; esta es la que implora sin darse
cuenta la indigencia de nuestro tiempo, esta es la que reclama el alma
de nuestra sociedad. El Reinado de
Jesucristo, la idea de Cristo Rey es de actualidad vital para el alma
del género humano, es una actualidad psicológica. ACTUALIDAD
PROVIDENCIAL La esperanza de
que el mundo quiera aceptar el Reinado de Jesucristo fundada en su
actualidad psicológica, no tenemos por que negarlo, deja al espíritu en
zozobra. Tantas veces ve el hombre lo que le conviene, lo aprecia en lo
que vale, se siente atraído por ello, mas en último término lo rechaza.
¿No será también de temer la misma inconsecuencia de nuestra sociedad,
cuando se enfrente con su remedio y su bien? Mas he aquí que viene en
nuestro socorro a corroborar las esperanzas un nuevo elemento de fe. ¡La
Providencia divina! ¡las promesas de Paray-le-Monial!: ¡Reinaré a pesar
de mis enemigos! Estas palabras resonaban de continuo en el oído de
Santa Margarita. ¿Cómo las entendía la santa? No lo sabemos de cierto.
Algo nos dice de ello aquella promesa de Jesús en una de las grandes
revelaciones: allí habla con más claridad; allí anuncia que su designio
no es otro que la ruina del imperio de Satanás y la implantación en las
almas del imperio de su amor. Tal vez los
primeros devotos del Corazón de Jesús no atendieron lo bastante a estas
significativas palabras. Extendióse, muerta la santa, la devoción al
Divino Corazón pedida en las revelaciones, pero la idea del Reino más
bien parece esfumarse. Mas llegado a su mitad el siglo XIX al choque de
la antítesis impía y liberal, la idea del Reino de Cristo cobra
vigencia, claridad y precisión. Y a la luz de
esta idea comienzan a interpretarse aquellas misteriosas palabras:
«Reinaré a pesar de mis enemigos.» Y se inicia la corriente, que es cada
día más crecida, de consagraciones al Corazón de Jesús En ella se unen
indisolublemente la devoción al Corazón de Jesús y la devoción a Cristo
Rey. Y de esta unión indisoluble brotan dos formulas ya usuales: por la
devoción al Corazón de Jesús al Reinado social de Cristo; y aquella otra
en que parecen ya identificarse las dos devociones: el Reinado del
Corazón de Jesús. Y esta devoción y esperanza de los fieles estriba
principalmente en las promesas de Paray. Y son los Papas
mismos, Vicarios de Jesucristo en la tierra, los que también parecen
dejarse arrastrar por la corriente de devoción y esperanza; los que
alientan ahincadamente las esperanzas de los devotos del Corazón de
Jesús y en sus públicos documentos manifiestan paladinamente su
esperanza y no dudan en apoyarla abiertamente en las revelaciones de
Paray. Y el Pontífice León XIII en su Encíclica Annum Sacrum señala en
las apariciones del Corazón de Jesús una nueva época, la del Reinado de
Jesucristo. Y S.S. Pío XI declara en su Encíclica Miserentissimus
Redemptor que al instituir la fiesta de Cristo Rey se propuso dar
complemento a lo que iniciaron los fieles en sus actos de consagración
al Corazón de Jesús y afirma solemnemente que la celebración de la
fiesta es, sí, una proclamación de la Realeza de Cristo, pero además es
un anticipo de aquel día venturoso en que el universo entero espontánea
y libremente prestará su obediencia al Reinado suavísimo de Jesús. Y al terminar el
artículo no podemos dejar en olvido al Pontífice reinante, que ya en su
primera Encíclica hizo suyos expresamente los actos y las esperanzas de
sus predecesores, de que acabamos de hablar.
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