EL REINO DE CRISTO
Se engaña singularmente quien suponga que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella forma sólo personas, y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.
Dios nos creó naturalmente sociables y tenemos, por el instinto de sociabilidad, la tendencia a comunicar nuestras ideas a los otros y a recibir la influencia de ellos. Lo mismo se da en las relaciones del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen sobre nosotros una acción pedagógica.
La cultura y la civilización son por lo tanto fortísimos medios para actuar sobre las almas.
¿Cómo, pues, podría la Iglesia desinteresarse de producir una cultura y una civilización, contentándose con actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Lo propio de la Iglesia es producir una cultura y una civilización cristiana. Y producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado tiene ansias de recuperar los espacios infinitos del cielo.
En la Edad Media, los Cruzados derramaron su sangre para libertar de las manos de los infieles el Sepulcro de N. S. Jesucristo, e instituir un Reino Cristiano en Tierra Santa. Si nuestros mayores supieron morir para reconquistar el Sepulcro de Cristo, ¿como no querremos nosotros, hijos de la Iglesia como ellos, luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente mas que el preciosísimo Sepulcro del Salvador, que es Su reinado sobre las almas y las sociedades, que El creó y salvó para que Lo amemos eternamente?...
...pero ¿qué es el Reino de Cristo, ideal supremo de los católicos, y, pues, nuestra meta constante? Es lo que procuraremos definir en la enumeración de principios, marco luminar de nuestra actividad.
El Reino de Cristo
La Iglesia Católica fue fundada por N. S. Jesucristo, para perpetuar entre los hombres los beneficios de la Redención. Su finalidad se identifica, pues, con la de la propia Redención: expiar los pecados de los hombres por los méritos infinitamente preciosos del Hombre-Dios; restituir así a Dios la gloria extrínseca que el pecado le había robado; y abrir a los hombres las puertas del Cielo. Esta finalidad se realiza toda en el plano sobrenatural, y en orden a la vida eterna. Ella trasciende absolutamente todo cuanto es meramente natural, terreno, perecible. Fue lo que N. S. Jesucristo afirmó, cuando dijo a Poncio Pilatos: "Mi reino no es de este mundo" (Jn., 18-36).
La vida terrena se diferencia, así, y profundamente, de la vida eterna. Pero estas dos vidas no constituyen dos planos absolutamente aislados uno del otro. Hay en los designios de la Providencia una relación íntima entre la vida terrena y la vida eterna. La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin. El Reino de los Cielos no es de este mundo, pero es en este mundo que está el camino por donde llegaremos hasta él.
Así como la Escuela Militar es el camino para la carrera de las armas, o el noviciado es el camino para el definitivo ingreso en una Orden Religiosa, así la tierra es el camino para el Cielo.
Tenemos un alma inmortal, creada a imagen y semejanza de Dios. Esta alma es creada con un tesoro de aptitudes naturales para el bien, enriquecidas por el Bautismo con el don inestimable de la vida sobrenatural de la Gracia. Nos cabe, durante la vida, desarrollar hasta su plenitud estas aptitudes para el bien. Con esto, nuestra semejanza con Dios, que era en algún sentido aún incompleta y meramente potencial, se torna plena y actual.
La semejanza es la fuente del amor. Tornándonos plenamente semejantes a Dios, somos capaces de amarlo plenamente, y de atraer sobre nosotros la plenitud de Su amor. Quedamos, así, preparados para la contemplación de Dios cara a cara, y para aquel eterno acto de amor, plenamente feliz, para el cual somos llamados en el Cielo. La vida terrena es, pues, un noviciado en que preparamos nuestra alma para su verdadero destino, que es ver a Dios cara a cara, y amarlo por toda la eternidad.
Presentando la misma verdad en otros términos, podemos decir que Dios es infinitamente puro, infinitamente justo, infinitamente fuerte, infinitamente bueno. Para amarlo, debemos amar la pureza, la justicia, la fortaleza, la bondad. Si no amamos la virtud, ¿cómo podemos amar a Dios que es el Bien por excelencia? De otro lado, siendo Dios el Sumo Bien, ¿cómo puede amar el mal? Siendo la semejanza la fuente del amor, ¿puede Él amar a quien sea totalmente desemejante de Él, a quien es conciente y voluntariamente injusto, cobarde, impuro, malo?
El Reinado de Dios en estado germinativo en la Tierra
Dios debe ser adorado sobre todo en espíritu y en verdad (Jn., 4, 25). Así, debemos ser puros, justos, fuertes, buenos, en lo más íntimo de nuestra alma. Pero si nuestra alma es buena, todas nuestras acciones también deben serlo necesariamente, pues el árbol bueno no puede producir sino frutos buenos (Mat., 7, 17-18). Así, es absolutamente necesario, para que conquistemos el Cielo, no sólo que en nuestro interior amemos el bien y detestemos el mal, sino que por nuestras acciones practiquemos el bien y evitemos el mal.
Pero la vida terrena es más que el camino de la eterna bienaventuranza. ¿Qué es lo que haremos en el Cielo? Contemplaremos a Dios cara a cara, a la luz de la gloria que es la perfección de la gracia, y lo amaremos enteramente y sin fin. Ahora bien, el hombre ya goza de la vida sobrenatural en esta tierra, por el Bautismo. La Fe es una simiente de la visión beatífica. El amor de Dios, que el hombre practica creciendo en virtud y evitando el mal, ya es el propio amor sobrenatural con que él adorará a Dios en el Cielo.
El Reino de Dios se realiza en su plenitud en el otro mundo. Pero para todos nosotros, comienza a realizarse en estado germinativo en este mundo. Tal como en un noviciado ya se practica la vida religiosa, aunque en estado preparatorio, o como en una escuela militar un joven se prepara para el Ejército... viviendo la propia vida militar.
Reinado de Cristo sobre las almas
Y la Santa Iglesia Católica ya es en este mundo una imagen, y más que eso, un verdadero anticipo del Cielo.
Por ello, todo cuanto los Santos Evangelios nos dicen del Reino de los Cielos puede ser aplicado a la Iglesia Católica, a la Fe que ella nos enseña, y a cada una de las virtudes que ella nos inculca.
Es éste el sentido de la fiesta de Cristo Rey. Rey celestial antes de todo. Pero Rey cuyo gobierno ya se ejerce en este mundo. Es Rey quien posee de derecho la autoridad suprema y plena. El Rey legisla, dirige y juzga. Su realeza se hace efectiva cuando los súbditos reconocen sus derechos y obedecen a sus leyes.
Ahora bien, Jesucristo posee sobre nosotros todos los derechos. El promulga leyes, dirige el mundo y juzgará los hombres. Cabe a nosotros tornar efectivo el Reino de Cristo obedeciendo a sus leyes.
Este reinado es un hecho individual, en cuanto considerado en la obediencia que cada alma fiel presta a N. S. Jesucristo. En efecto, el Reinado de Cristo se ejerce sobre las almas; y, pues, el alma de uno de nosotros es una parte del campo de jurisdicción de Cristo Rey. El Reinado de Cristo será un hecho social si las sociedades humanas le prestaren obediencia.
Puede decirse, pues, que el Reino de Cristo se torna efectivo en la tierra, en su sentido individual y social, cuando los hombres en lo íntimo de sus almas como en sus acciones, y las sociedades en sus instituciones, leyes, costumbres, manifestaciones culturales y artísticas, se conforman con la Ley de Cristo.
Por más concreta, brillante y tangible que sea la realidad terrena del Reino de Cristo -en el siglo XIII, por ejemplo- es preciso no olvidar que este Reino no es sino preparación y preludio. En su plenitud, el Reino de Cristo se realizará en el Cielo: "mi reino no es de este mundo..." (Jn.18, 36)
Orden, armonía, paz y camino de perfección
El orden, la paz, la armonía, son características esenciales de toda alma bien formada, de toda sociedad humana bien constituida. En cierto sentido son valores que se confunden con la propia noción de perfección.
Todo ser tiene un fin propio, y una naturaleza adecuada a la obtención de este fin. Así, una pieza de reloj tiene un fin propio y, por su forma y composición, es adecuada a la realización de este fin.
El orden es la disposición de las cosas, según su naturaleza. Así, un reloj está en orden cuando todas sus piezas están ordenadas según la naturaleza y el fin que les es propio. Se dice que hay orden en el universo sideral porque todos los cuerpos celestes están ordenados según su naturaleza y fin.
Existe armonía, cuando las relaciones entre dos seres son conformes a la naturaleza y el fin de cada cual. La armonía es el obrar de las cosas, unas en relación a las otras, según el orden.
El orden engendra la tranquilidad. La tranquilidad del orden es la paz. No es cualquier tranquilidad que merece ser llamada paz, sino solamente aquella que resulta del orden. La paz de conciencia es la tranquilidad de la conciencia recta: no puede confundirse con el letargo de la conciencia embotada. El bienestar orgánico produce una sensación de paz que no puede ser confundido con la inercia del estado de coma.
Cuando un ser está enteramente dispuesto según su naturaleza, está en estado de perfección. Así, una persona con gran capacidad de estudio, gran deseo de estudiar, puesta en una Universidad en que haya todos los medios de hacer todos los estudios que desea, está puesta, desde el punto de vista de los estudios, en condiciones perfectas.
Cuando las actividades de un ser son enteramente conformes a su naturaleza, y tienden enteramente para su fin, estas actividades son, de algún modo, perfectas. Así, la trayectoria de los astros es perfecta, porque corresponde enteramente a la naturaleza y al fin de cada cual.
Cuando las condiciones en que un ser se encuentra son perfectas, sus operaciones lo son también, y él tenderá necesariamente hacia su fin, con el máximo de la constancia, del vigor y del acierto. Así, si un hombre está en condiciones perfectas para andar, es decir, si sabe, puede y quiere andar, andará de modo irreprensible.
El verdadero conocimiento de lo que es la perfección del hombre y de las sociedades, depende de una noción exacta sobre la naturaleza y el fin del hombre.
El acierto, la fecundidad, el esplendor de las acciones humanas, ya sean individuales o sociales, también está en la dependencia del conocimiento de nuestra naturaleza y fin.
En otros términos, la posesión de la verdad religiosa es la condición esencial del orden, de la armonía, de la paz y de la perfección.
La perfección Cristiana
El Evangelio nos apunta un ideal de perfección: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt. 5, 48). Este consejo que nos fue dado por N. S. Jesucristo, Él mismo nos enseña a realizarlo. En efecto, Jesucristo es la semejanza absoluta de la perfección del Padre Celestial, el Modelo supremo que todos debemos imitar.
Nuestro Señor Jesucristo, sus virtudes, sus enseñanzas, sus acciones, son el ideal definido de la perfección hacia la cual el hombre debe tender.
Las reglas de esa perfección se encuentran en la Ley de Dios, que N. S. Jesucristo anunció "No he venido a abolir, sino a dar cumplimento" (Mt. 5, 17), en los preceptos y consejos evangélicos. Y para que el hombre no cayese en error en interpretar los Mandamientos y los consejos, N. S. Jesucristo instituyó una Iglesia infalible, que tiene el amparo divino para nunca errar en materia de Fe y moral. La fidelidad de pensamiento y de acciones en relación al magisterio de la Iglesia es, pues, el modo por el cual todos los hombres pueden conocer y practicar el ideal de perfección que es N. S. Jesucristo.
Fue lo que hicieron los Santos, que, practicando de modo heroico las virtudes que la Iglesia enseña, realizaron la imitación perfecta de N. S. Jesucristo y del Padre Celestial. Es tan verdadero que los Santos llegaron a la más alta perfección moral que los propios enemigos de la Iglesia, cuando no los ciega el furor de la impiedad, lo proclaman. De San Luis Rey de Francia, por ejemplo, escribió Voltaire: "No es posible al hombre llevar más lejos la virtud". Lo mismo se podría decir de todos los Santos.
Dios es el autor de nuestra naturaleza, y, pues, de todas las aptitudes y excelencias que en ella se encuentran. En nosotros, lo que no proviene de Dios son solamente los defectos, fruto del pecado original o de los pecados actuales.
El Decálogo no podría ser contrario a la naturaleza que el mismo Dios creó en nosotros; pues siendo Dios perfecto, no puede haber contradicción en sus obras. Por esto, el Decálogo nos impone acciones que nuestra propia razón nos muestra ser conformes a la naturaleza, como honrar padre y madre, y nos prohíbe acciones que por la simple razón vemos que son contrarias al orden natural, como la mentira.
En esto consiste, en el plano natural, la perfección intrínseca de la Ley de Dios, y la perfección personal que adquirimos practicándola. Es que todas las operaciones conformes a la naturaleza del agente son buenas.
En consecuencia del pecado original, el hombre quedó con propensión a practicar acciones contrarias a su naturaleza rectamente entendida. Así, quedó sujeto al error en el terreno de la inteligencia, y al mal en el campo de la voluntad.
Dicha propensión es tan acentuada que, sin el auxilio de la gracia, no les sería posible a los hombres conocer ni practicar, durablemente y en su totalidad, los preceptos del orden natural. Revelándolos en lo alto del Sinaí, instituyendo en la Nueva Alianza una Iglesia destinada a protegerlos contra los sofismas y las transgresiones del hombre, así como los Sacramentos y otros medios de piedad destinados a fortalecerlo con la gracia, remedió Dios esta insuficiencia del hombre.
La gracia es un auxilio sobrenatural, destinado a robustecer la inteligencia y la voluntad del hombre para permitirle la práctica de la perfección. Dios no rehúsa la gracia a nadie. La perfección es, por lo tanto, accesible a todos.
¿Puede un infiel conocer y practicar la Ley de Dios? ¿Recibe él la gracia de Dios? Es preciso distinguir. En principio, todos los hombres que tienen contacto con la Iglesia Católica reciben gracia suficiente para conocer que ella es verdadera, en ella ingresar, y practicar los Mandamientos. Si, pues, alguien se mantiene voluntariamente fuera de la Iglesia, si es infiel porque rehúsa la gracia de la conversión, que es el punto de partida de todas las otras gracias, cierra para sí la puerta de la salvación. Pero si alguien no tiene medios de conocer la Santa Iglesia -un pagano, por ejemplo, cuyo país no haya recibido la visita de misioneros-, tiene la gracia suficiente para conocer, por lo menos, los principios más esenciales de la Ley de Dios y para practicarlos, pues Dios no rehúsa a nadie la salvación.
Debe observarse, entre tanto, que si la fidelidad a la Ley exige sacrificios a veces heroicos de los propios católicos, que viven en el seno de la Iglesia bañados por la superabundancia de la gracia y de todos los medios de santificación, mucho mayor aún es la dificultad que tienen en practicarla los que viven fuera de la Iglesia y fuera de esta sobreabundancia. Es lo que explica que sean tan raros -verdaderamente excepcionales- los gentiles que practican la Ley.
El ideal Cristiano de perfección social
Si admitiéramos que en determinada población la generalidad de los individuos practica la Ley de Dios, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para la sociedad? Eso equivale a preguntar: si en un reloj cada pieza trabaja según su naturaleza y su fin, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para el reloj? O, si cada parte de un todo es perfecta, ¿qué se debe decir del todo?
Hay siempre algún riesgo de ejemplificar con cosas mecánicas, en asuntos humanos. Atengámonos a la imagen de una sociedad en que todos los miembros fuesen buenos católicos, trazada por San Agustín. Imaginemos "un ejército constituido de soldados como los forma la doctrina de Jesucristo, gobernadores, maridos, esposas, padres, hijos, maestros, siervos, reyes, jueces, contribuyentes, cobradores de impuestos como los quiere la doctrina cristiana! ¡Y osen aún [los paganos] decir que esa doctrina es opuesta a los intereses del Estado! Por el contrario, les cabe reconocer sin vacilación que ella es una gran salvaguarda para el Estado, cuando fielmente observada" (Epíst. CXXXVIII al. 5 ad Marcellinum, Cap, II, 15).
Y en otra obra el Santo Doctor, apostrofando a la Iglesia Católica exclama: "Conduces e instruyes a los niños con ternura, a los jóvenes con vigor, a los ancianos con calma, como comporta la edad, no sólo del cuerpo sino del alma. Sometes las esposas a sus maridos, por una casta y fiel obediencia, no para saciar la pasión, mas para propagar la especie y constituir la sociedad doméstica. Confieres autoridad a los maridos sobre las esposas, no para que abusen de la fragilidad d su sexo, mas para que sigan las leyes de un sincero amor. Subordinas los hijos a los padres por una tierna autoridad. Unes no sólo en sociedad, mas una como fraternidad los ciudadanos a los ciudadanos, las naciones a las naciones, y los hombres entre sí, por la recordación de sus primeros padres. Enseñas a los reyes a velar por los pueblos, y prescribes a los pueblos que obedezcan a los reyes. Enseñas con solicitud a quién se debe la honra, a quién el afecto, a quién el respeto, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién la advertencia, a quién el ánimo, a quién la corrección, a quién la reprimenda, a quién el castigo; y haces saber de qué modo, si ni todas las cosas a todos se deben, a todos se debe caridad y a ninguno la injusticia" (De Moribus Ecclesiae, Cap. XXX, 63).
Sería imposible describir mejor el ideal de una sociedad enteramente cristiana. ¿Podrían en una sociedad el orden, la paz, la armonía, la perfección, ser llevadas a un límite más alto? Bástenos una rápida observación para completar el asunto. Si hoy en día todos los hombres practicasen la ley de Dios, ¿no se resolverían rápidamente todos los problemas políticos, económicos, sociales, que nos atormentan? ¿Y qué solución se podrá esperar para ellos mientras los hombres vivieren en la inobservancia habitual de la Ley de Dios?
¿La sociedad humana realizó alguna vez este ideal de perfección? Sin duda. Lo dice el inmortal León XIII: obrada la Redención y fundada la Iglesia, "como despertando de un antiguo, prolongado y mortal letargo, el hombre percibió la luz de la verdad, que había buscado y deseado en vano durante tantos siglos; reconoció sobre todo que había nacido para bienes mucho más altos y más magníficos que los bienes frágiles y perecibles que son alcanzados por los sentidos, y alrededor de los cuales había circunscrito hasta entonces sus pensamientos y sus preocupaciones. Comprendió que toda la constitución de la vida humana, la ley suprema, el fin al cual todo hombre se debe sujetar, es que, venidos de Dios, un día debemos volver a Él.
"De esta fuente, sobre este fundamento, se vio renacer la conciencia de la dignidad humana; el sentimiento de que la fraternidad social es necesaria hizo entonces pulsar los corazones; en consecuencia, los derechos y deberes alcanzaron su perfección, o se fijaron integralmente y, al mismo tiempo, en diversos puntos, se expandieron virtudes tales como la filosofía de los antiguos siquiera pudo jamás imaginar. Por esto, los designios de los hombres, la conducta de la vida, las costumbres tomaron otro rumbo. Y cuando el conocimiento del Redentor se esparció hasta lo lejos, cuando Su virtud penetró hasta las vetas más intimas de la sociedad, disipando las tinieblas y los vicios de la Antigüedad, entonces se obró aquella transformación que, en la era de la Civilización Cristiana, cambió enteramente la faz de la tierra" (León XIII, Encíclica Tametsi futura prospiscientibus, 1-XI-1900).
La Civilización Cristiana - La cultura Cristiana
Fue esta luminosa realidad, hecha de un orden y de una perfección antes sobrenatural y celeste que natural y terrestre, que se llamó la civilización cristiana, producto de la cultura cristiana, la cual a su vez es hija de la Iglesia Católica.
Por cultura del espíritu podemos entender el hecho de que determinada alma no se encuentra abandonada al juego desordenado y espontáneo de las operaciones de sus potencias -inteligencia, voluntad, sensibilidad-sino que, al contrario, por un esfuerzo ordenado y conforme a la recta razón adquirió en estas tres potencias algún enriquecimiento: así como el campo cultivado no es aquel que hace fructificar todas las semillas que el viento caóticamente deposita en él, sino el que, por efecto del trabajo recto del hombre, produce algo de útil y bueno.
En este sentido, la cultura católica es el cultivo de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad según las normas de la moral enseñada por la Iglesia. Ya vimos que ella se identifica con la propia perfección de alma. Si ella existiera en la generalidad de los miembros de una sociedad humana (aún cuando en grados y modos acomodados a la condición social y a la edad de cada cual), ella será un hecho social y colectivo. Y constituirá un elemento -el más importante- de la propia perfección social.
Civilización es el estado de una sociedad que posee una cultura y que creó, según los principios básicos de esta cultura, todo un conjunto de costumbres, de leyes, de instituciones, de sistemas literarios y artísticos propios.
Una civilización será católica, si fuera la resultante de una cultura católica y si, por ende, el espíritu de la Iglesia fuera el propio principio normativo y vital de sus costumbres, leyes, instituciones, y sistemas literarios y artísticos.
Si Jesucristo es el verdadero ideal de perfección de todos los hombres, una sociedad que aplique todas Sus leyes tiene que ser una sociedad perfecta, y la cultura y la civilización nacidas de la Iglesia de Cristo tienen que ser forzosamente, no sólo la mejor civilización, sino la única verdadera. Lo dice el Santo Pontífice Pío X: "No hay verdadera civilización sin civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sino con la Religión verdadera" (Carta al Episcopado francés del 28-VIII-1910). De donde se infiere con evidencia cristalina que no hay verdadera civilización, sino como derivación y fruto de la verdadera Religión.
La Iglesia y la Civilización Cristiana
Se engaña singularmente quien suponga que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella forma sólo personas, y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.
En efecto, Dios creó los hombres naturalmente sociables, y quiso que los hombres en sociedad trabajasen unos por la santificación de los otros. Por eso los creó también influenciables. Tenemos todos, por la propia presión del instinto de sociabilidad, la tendencia a comunicar en cierta medida nuestras ideas a los otros y, en cierta medida, a recibir la influencia de ellos. Esto se puede afirmar en las relaciones de individuo a individuo, y del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre nosotros, tienen sobre nosotros una acción pedagógica.
Resistir enteramente a este ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por ósmosis y como por la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por eso los primitivos cristianos no fueron más admirables enfrentando las fieras del Coliseo que manteniendo íntegro su espíritu católico, aunque viviesen en el seno de una sociedad pagana.
Así, la cultura y la civilización son fortísimos medios para actuar sobre las almas. Actuar para su ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas. Para su edificación y su salvación, cuando son católicas.
¿Cómo, pues, podría la Iglesia desinteresarse de producir una cultura y una civilización, contentándose con actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Por lo demás, toda alma sobre la cual la Iglesia actúa, y que corresponde generosamente a dicha acción, es como un foco o una simiente de esta civilización, que ella expande activa y enérgicamente a su alrededor. La virtud transparece y contagia. Contagiando, se propaga. Actuando y propagándose tiende a transformarse en cultura y civilización católica.
Nuestra meta: la civilización plenamente católica
Como vemos, lo propio de la Iglesia es producir una cultura y una civilización cristiana. Y producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado tiene ansias de recuperar los espacios infinitos del cielo.
Es ésta nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos hacia la civilización católica que podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los Cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para reconquistar el Sepulcro de Cristo, ¿cómo no querremos nosotros -hijos de la Iglesia como ellos- luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo Sepulcro del Salvador, esto es, su reinado sobre las almas y las sociedades, que Él creó y salvó para que lo amasen eternamente?
Plinio Corrêa de Oliveira
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