El culto al Corazón de Cristo ante la problemática humana de hoy
«HOMO HOMINI
DEUS» La pregunta por
el hombre, sobre el sentido de su existencia y su puesto en el cosmos,
centró en las décadas entre las guerras mundiales la reflexión de
pensadores y filósofos. Si quisiera hallarse un punto en que estuviesen
de acuerdo los esfuerzos más representativos del tono y mentalidad
contemporáneos, no podría señalarse otro que la conciencia de que el ser
del hombre había venido a hacerse problemático para el hombre culto
occidental. En este no saber qué somos y tener conciencia de que no lo
sabemos se expresaba el acceso a la madurez de la conciencia histórica
contemporánea. La
autosatisfacción del espíritu científico y el efectivo dogmatismo del
materialismo histórico marxista no han modificado la situación. Para
aquella conciencia culta, hoy hegemónica sobre el dinamismo técnico,
cultural y político de todo el planeta, el ser del hombre es más que
nunca un angustioso interrogante. Al hablar hoy de
una problemática humana no se alude sólo a una constelación de problemas
que podrían plantearse desde unos supuestos antropológicos firmes, sino
a una desorientación radical que afecta desde lo más profundo todas las
dimensiones de lo humano en cuanto tal. El misterio, y no ya el
problema, está así instalado, pese a la mentalidad neopositivista, en el
centro de la conciencia contemporánea. Y no obstante,
las empresas colectivas y los ideales que estimulan las energías más
universalmente operantes sobre nuestro mundo, se orientan todas según
esta convicción: la marcha histórica progresiva conduce a la toma de
conciencia por la que lo humano se patentiza para el hombre como lo
supremo. El proceso de
este humanismo, que con más precisión que con el término «ateo» puede
ser definido con el de «autodivinizador» del hombre, se desplegó en las
diversas fases de la evolución de la «modernidad» desde el Renacimiento,
e inspiró tareas e instituciones políticas, educativas y sociales, a
partir de la revolución industrial y del despotismo ilustrado. Pero no hubiera
podido decirse, en épocas anteriores a la nuestra, que esta valoración
de lo humano como lo absoluto y supremo constituyese el principio
unificante según el que se intenta construir todos los ámbitos en que
habite la humanidad en su vida colectiva y el núcleo del espíritu
objetivo en el horizonte internacional. Que esto es
ahora así se revela en un hecho cuya significación misteriosa sería
imposible exagerar. Parece que nada puede darse más opuesto a la fe
católica que la autodivinización y la adoración del hombre por sí mismo.
Lo «anticristiano» por antonomasia podría definirse por aquella actitud.
Y aunque Paulo VI habló del enfrentamiento acaecido en torno al Concilio
Vaticano II de la religión del hombre que se hace Dios a la religión de
la Encarnación redentora del Dios que se hace hombre, advirtió también
que el intento propio de la Iglesia en el Concilio no fue precisamente
la de enfrentamiento y condenación. El mensaje conciliar ha tendido a
ofrecer misericordiosamente aquella plenitud en cuyo desesperante anhelo
se debate la humanidad de hoy. Que el
aggiornamento conciliar haya tomado esta orientación hacia lo humano en
tiempos de radical antropocentrismo revela que la pérdida de la
consciente orientación hacia Dios por parte del hombre de hoy es
compadecida por la Iglesia, no ya como proterva rebeldía de la
enloquecida sabiduría secular, sino como miseria agobiante y
entristecedora que pesa universalmente sobre los hombres de nuestro
tiempo; cuando se agrava y universaliza la crisis de la que el carisma
profético de la Iglesia jerárquica juzgó con aquellas palabras bíblicas:
«Esperábamos la paz, y este bien no vino; el tiempo de la curación, y he
aquí el terror». En verdad la
dimensión y el sentido mismos -universal por primera vez en la historia,
y total y radicalmente orientado por el ideal de la justicia plena sobre
la tierra- del fracaso y desengaño de nuestras empresas colectivas, está
siendo testimonio para todas las gentes del Evangelio de Cristo, que da
el Occidente cristiano y descristianizado a los hombres de todas las
culturas, absorbidas hoy en él a modo de «proletariano interno». «SI CONOCIERAS
EL DON DE DIOS» La
evangelización del misterio de Cristo adecuada a nuestra situación
histórica ha de insistir evidentemente en su esencial dimensión de
llamamiento y don que ofrece al hombre la posibilidad, por la gracia
divinizante, de su propia consumación y plenitud humana. El iluminar esta
congruencia no podría por sí mismo arrastrar el peligro de una
deformación o minimización del misterio cristiano. Se nos exige en
definitiva que insistamos en algo que está en su sentido más esencial e
íntimo: el que se expresa, desde el propter nos homines de los antiguos
símbolos, en el lenguaje de San Agustín al decirnos que Dios no busca su
gloria sino para nosotros -ya que es a nosotros y no a Él a quienes
enriquece su conocimiento y alabanza- o en el de San Ignacio al afirmar
que «todas las cosas... han sido creadas para el hombre». Más cercana a
nosotros, la santa carmelita de Lisieux expresaba su esperanza de «pasar
su cielo haciendo bien sobre la tierra». Es cierto que
con demasiada frecuencia una actitud humanista ha llevado al apostolado
contemporáneo a silenciar o dejar en segundo término el misterio de la
salvación por Cristo. El optimismo sobre las fuerzas humanas y la fe en
la bondad del universo vienen a ser un imperativo que reduce al
silencio, sobre algunos de sus más centrales temas, a la predicación
cristiana. Se teme en el fondo el trágico contraste con una fe en el
hombre y en su poder de autorrealización de la que está ausente el
sentido de humildad, la compunción del corazón y el sentido del pecado. Nos sentimos
arraigados en la convicción, que nos transmitieron grandes maestros de
espíritu, de la oportunidad providencial y psicológica del culto al
Corazón de Cristo para el mundo moderno. Conforme a ella orientaremos
nuestras reflexiones, de intención y método teológicos, sobre la
problemática humana de hoy. Tal intención y método no excluyen
evidentemente, antes exigen en virtud del propio tema, que por su
contenido se refieran a las experiencias y corrientes de pensamiento o
ambientes culturales y sociales característicos de la situación
contemporánea, y en los que podemos descubrir, como en signos de los
tiempos, la urgente adecuación del mensaje del amor divino y humano del
Corazón de Cristo. PERPLEJIDAD Y
CRISIS Propuesto por el
magisterio eclesiástico como síntesis de toda la religión y norma
perfecta de vida cristiana, después de su triunfal marcha ascendente en
el sentir de los fieles, vino a quedar en situación de crisis y
problematismo durante el Pontificado de Pío XII, en el mundo que salió
de la segunda guerra mundial. En realidad el complejo anudamiento de los
problemas remitía a una perplejidad que se sentía ya indudablemente en
tiempos de Pío XI, en los años de la postguerra: la perplejidad en torno
a la cultura y humanismo cristiano «moderno» recibido de los siglos del
renacimiento y del barroco. El carácter
patente y universal de la crisis nos librará de la nota de audaces en
nuestro atrevimiento a plantearnos cuestiones que son ineludibles
precisamente para poner en claro la congruencia profunda, que creemos
deber afirmar, del culto al Corazón de Jesús para el ambiente y
situación espiritual posterior al Vaticano II, cuando se han desatado y
simplificado aquellas complejidades y nudos. No parece que
pueda negarse que percibían muchos una como indefinible y paradójica
dualidad de ambientes y actitudes espirituales en el magisterio y en la
profunda y universal tarea de apostolado del Papa Pío XI. Porque
queremos sugerir una sutil y casi inefable diferencia de matiz convendrá
un lenguaje breve y rápido. La Miserentissimus Redemptor, proponía la
síntesis de toda religión y la norma de vida más perfecta y hablaba del
común deber de expiación, pero fue pareciendo cada vez más como adscrita
a una escuela particular de espiritualidad, que algunos hubieran
calificado peyorativamente como «jesuítica». Entre tanto, la
espiritualidad de la que fue «la estrella del Pontificado», Santa
Teresita del Niño Jesús, aparecía como un «redescubrimiento del
Evangelio», como diría Pío XII, y con un signo de universalidad católica
y ecuménica. Reparación y
consagración, comprendidas en el contexto del misterio de Cristo, tal
como las proponía la enseñanza y la liturgia de la Iglesia, constituyen
en verdad el ejercicio más simple y profundo de un culto impulsado y
orientado por la caridad. No obstante, y es lícito preguntarse si sólo
por causa de una resistencia sectaria, se fueron mostrando cada vez más
desde cierto aspecto deformado que causaba reacciones de disgusto y
repulsa. Tal vez los
mundanos y los cristianos piadosos hostiles veían a los «reparadores» y
«consagrados» no como pecadores penitentes que se ofrecían al amor y a
la misericordia, sino como cristianos con conciencia de distinguidos y
fieles que se acercaban a consolar a Jesús presentándose ante Él «no
siendo como los demás hombres». Tal vez hubiesen muchos dicho de los
devotos del Corazón de Jesús, lo que Santa Teresita de cierto tipo de
almas menos deseosas de «deshojarse» e inmolarse: Seigneur, sur tes
autels plus d'une fraîche rose aime á briller. Tal vez las
acusaciones de naturalismo o de cristología nestorianizante,
radicalmente injustas respecto de los grandes apóstoles de la devoción y
de la espiritualidad viva en el pueblo fiel y en la liturgia, recibían
algún motivo o pretexto de aquellas apariencias. La Haurietis
aquas marca el camino de superación de la crisis y del malentendido. Se
muestra con luz nueva y en su plena adecuación al hombre de hoy el culto
al Amor de Dios que habita corporalmente en su plenitud en el Corazón de
Jesucristo. Es el mensaje del amor misericordioso, es el Evangelio de
Juan y de Pablo. Y es el mensaje tradicional del culto «clásico»
simplemente entendido en su verdad auténtica y profunda. Porque esto y
no otra cosa es lo que presentó Pío XII y lo que ha insistido en
mantener la enseñanza postconciliar de Paulo VI. EL MENSAJE DEL
AMOR MISERICORDIOSO Si nos atrevemos
a señalar aquellos contrastes de matiz y la perplejidad por ellos
sugerida, tenemos que afirmar también que las superficiales y aparentes
escisiones están superadas, y puesta de manifiesto la continuidad del
culto moderno estimulado por Paray-le-Monial con el misterio de
salvación. Se nos ofrece, tal es nuestra convicción, la síntesis buscada
para nuestro tiempo, en la vida y la espiritualidad de Santa Teresita
del Niño Jesús o de Juan XXIII, por citar dos ejemplos que hacen
intuíble lo que queremos expresar. Aún
reconociendo, pues, las deficiencias que hayan podido darse en la
presentación tradicional del culto al Corazón de Cristo, hay que
afirmar, nos parece, para moverse en lo esencial y no caer en
planteamientos inadecuados y accidentales, que el problematismo
suscitado en torno a él se relaciona con la vacilación en proponer al
mundo contemporáneo la buena nueva del amor misericordioso. La
aceptación de la misericordia y del don implica el reconocimiento de la
indigencia y de la miseria. De aquí el recelo a la resistencia humanista
a un mensaje que no puede dejar de invitar a la expiación y reparación
por el pecado. Pero la
ambigüedad de la universal tentación anticristiana de nuestro tiempo
consiste precisamente en que, enfrentada a la autoafirmación de plenitud
superadora de alienaciones, y paradójicamente confundida con ella, una
corriente de angustia y amargura oprime el ánimo de los hombres de hoy.
Un nuevo pesimismo maniqueo que es en cierto sentido más profundamente
anticristiano que el propio optimismo antropocéntrico. Las proféticas
advertencias del magisterio eclesiástico sobre el fracaso inevitable de
las construcciones emprendidas bajo el signo de la mundanidad
secularizadora y arreligiosa, hallan su paralelo antiteístico en las
expresiones filosóficas y literarias del inconformismo, la desesperación
y la náusea. La dialéctica desintegradora de la revolución anticristiana
ha ido pidiendo rápidamente cuentas a los sucesivos proyectos y empresas
colectivas en que la ciudad terrena ha concretado sus esperanzas de paz
y de felicidad universales. La herencia
cristiana mantiene vigente su exigencia sobre la conciencia social
contemporánea. Y ninguna de las actitudes o de las interpretaciones que
pretenden rehuir este imperativo cristiano y desoír el clamor trágico
con que el acontecer contemporáneo revela el fracaso de la finitud
cerrada sobre sí misma pueden pacificar íntimamente al hombre de hoy. Por esto el
supremo esfuerzo de resistencia, el modo contemporáneo de «dar coces
contra el aguijón», rehusando aceptar el don de Dios, se realiza en el
sobrevalorar la inquietud y la tensión. El mundo, que nos promete la paz
que no puede darnos, termina por maldecir la paz como un conformismo
estático que quitaría sentido a la vida. Para rehusar el don de Dios
decimos a veces: «no hay camino». Ignoramos a Cristo, CAMINO, VERDAD Y
VIDA. El mundo se distrae así y evita reconocer que «nos hemos
extraviado, y hay que volver al camino» como proclamó Pío XII. Pero sigue
clamando por la paz y gritando la protesta y la desesperación por su
inquietud insatisfecha. Si renunciamos a la hipocresía y
convencionalismo superficial, casi al nivel de una moda literaria, que
tantas veces coarta nuestro testimonio cristiano, nos encontraremos
connaturalmente en situación de afirmar con humilde seguridad que sólo
en el ambiente de la fe cristiana se puede comprender al hombre de
nuestro tiempo. Nuestro corazón
está inquieto con la inquietud que confesó San Agustín; con la
indigencia y sed del rocío divino que clamaban los salmos. Para vivir
como hombres estamos necesitados de que nuestra cotidianidad, nuestra
convivencia doméstica y nuestro cuidado y tarea diaria, nuestra soledad
errante entre lo público, sean bajo la mirada y la mano poderosa de
nuestro Dios personal y paterno. Tenemos necesidad «de un corazón
ardiente de ternura, con el que nos sintamos día y noche, de corazón a
corazón, en convivencia y diálogo». Por esto al
plantear en una perspectiva teológica el problema de la oportunidad del
culto al Corazón de Cristo para el mundo contemporáneo, sería inadecuado
detenerse sólo en constatar las deficiencias de integración y síntesis,
las escisiones y tensiones no superadas, que fueron características de
los tiempos en que se difundió en el mundo cristiano. No llegaríamos así
a tratar del sentido de aquel símbolo y mensaje. Una reflexión teológica
adecuado en su método y rectamente orientada mostrará sin duda la
virtualidad del culto al Sagrado Corazón para hacer unitaria y simple,
auténtica, la vida religiosa del hombre de hoy. «LA FINITUD
CONSTITUYENTE» «Se estremece la
tierra con afán nunca antes sentido, de horror o de esperanza», dijo el
excelso poeta Costa y Llobera. Con su doble faz de radical pesimismo y
de inaudita expectación de progreso, el dinamismo histórico del hombre
moderno, tenso anhelo colectivo de divinización, se ha mostrado como un
esfuerzo trágico de «finitud constituyente», para decirlo con las
palabras con que Vuillemin quiso significar esta revolución de lo finito
contra el Dios trascendente y soberano. «La muerte de
Dios», que permitiría que el hombre viva y reine sólo sobre la tierra,
se realiza en la conciencia del hombre masificado de nuestra sociedad
urbana a través de la «diversión» respecto de lo eterno. En nuestras
jóvenes generaciones se destruye el hambre de inmortalidad - la aburrida
idea de la inmortalidad del alma, decía Engels - y con ella el
sentimiento y comprensión, la disponibilidad y apertura, para lo eterno
e infinito. Contemplada
superficialmente y en el ámbito de lo cotidiano, la pérdida de sentido
de lo sagrado y eterno parece sólo una inmersión en el movimiento,
monótono en su rapidez, causado por la publicidad planificadora de la
agitación y del cambio que la política y la técnica imponen sobre
nosotros. En una
perspectiva más universal y que no ignore los impulsos profundos que
alientan las fuerzas que ejercen, por aquella publicidad y
planificación, su lucha planetaria por la voluntad de poder,
reconoceremos que el olvido por el hombre masa de lo absoluto y eterno
viene a ser subproducto del inmanentismo y la absolutización de la
naturaleza y del hombre en la mentalidad dirigente del mundo de hoy. En el ámbito
mismo del pensamiento científico y filosófico, las corrientes
empiristas, positivistas o materialistas - en su doble fase mecanicista
y dialéctica - sólo desde una consideración exterior que pierda de vista
sus conexiones y condicionamientos profundos se presentan como cerradas
en lo inmediato sensible y material. Detrás de Marx está Hegel, y a la
ética y política positiva o utilitarista subyace también el Deus sive
Natura de Spinoza, aquel en quien «comienza la filosofía» para el propio
Hegel. El
enfrentamiento a lo eterno se ejercita por la afirmación del valor
absoluto de lo temporal. El devenir dialéctico y el «eterno retorno de
lo igual» expresan esta divinización, ante la que en vano se rebela el
finitismo que busca en el tiempo el horizonte de comprensión del ser. La
finitud constituyente es usurpación por lo finito y terreno de los
atributos de lo eterno; es saqueo de lo celeste. Por esto las mismas
rebeldías o desconocimientos de lo divino inmanentizado se expresan en
la angustia ante la nada o en la afirmación de que lo absoluto es lo
contingente, lo que es en definitiva la atribución a lo contingente de
la absolutez de lo absoluto. La modernidad
anticristiana se ha desplegado filosóficamente como una progresiva toma
de conciencia en la que los atributos de la divinidad han venido a ser
puestos en lo humano. La inflexión decisiva, más que en la proclamación
nietzcheana de la necesidad de la muerte de Dios para la vida del
hombre, había tenido lugar en el tránsito al hegelianismo de izquierda
en la obra de Feuerbach. Sus palabras
suenan a «extrañas profecías» cargadas de sentido revelador de las
nuevas coordenadas de la contemporánea visión del mundo secularizada y
desacralizada. La política es nuestra religión. Lo humano es lo divino.
El Estado es la providencia del hombre. Se pone en la humanidad, ya
divinizada, lo que «todavía» ponía Hegel en el Espíritu absoluto, o
Spinoza y Giordano Bruno en la Naturaleza o en el Universo. El movimiento
que pretende expresar el pleno humanismo en la superación de todas las
alienaciones, el marxismo, encontraría aún fundamento para acusar de
contaminación teológica a la propia afirmación de la divinidad en lo
humano. Lo que quiere afirmar es la supremacía de lo humano en cuanto
tal. El proceso antropocéntrico culmina así en una actitud que entronca
con el antiteísmo postulativo, para el que Dios es el ser que no debe
existir y que en todo caso debe ser rechazado. El radical
antropocentrismo en que se consumó el proceso de la modernidad separada
de Dios ejerció su máxima influencia sobre la conciencia contemporánea a
través de un nuevo sentido u orientación. Aquel que se expresa en el
marxismo, frente a la atribución especulativa de un carácter divino a la
humanidad en su esencia universal, afirmando que no se trata ya de
conocer la realidad, sino de transformarla. La
autorrealización del hombre como lo supremo se ejercita en todas las
dimensiones privadas y públicas de la vida contemporánea, con
inspiración marxista o pragmatista, en cuanto se desenvuelve como un
vivir constituido desde sí mismo por la primacía de la praxis humana. «EN EL PRINCIPIO
ERA LA ACCIÓN» Al plantearse la
pregunta sobre las relaciones entre la prudencia y la sabiduría,
sostiene Aristóteles que sólo podría atribuirse a la prudencia el
primado sobre la sabiduría si se afirmase que el hombre ocupa el primer
lugar en el universo del ente. Fundamenta así que la virtud de la razón
práctica, que gobierna la acción en el orden al fin humano, tenga que
regirse por el supremo saber contemplativo, el que conoce en sí mismo el
fin y bien. «En el principio
era la acción» hace decir Goethe al Doctor Fausto. Al poner la acción
humana como fundamento creador de sentido del universo y de la vida hace
patente su disponibilidad para el pacto mefistofélico. El hombre
fáustico busca la sabiduría, pero rehúye la contemplación que retendría
y aniquilaría su vida, y se rebela contra la patencia y el don de la
verdad. Si el hombre moderno prefiere con Lessing la «mano izquierda»
que le ofrece la búsqueda y el anhelo, y no acepta la riqueza de la
verdad venida de la «mano derecha» divina, es porque quiere sentir el
goce creador de una acción sin otro objeto que el ejercicio mismo de la
libre creatividad. Las múltiples
expresiones literarias o filosóficas, pedagógicas y políticas, de este
primado de la acción y de la voluntad, no hacen sino traducir
conceptualmente actitudes que, desde la época romántica, vienen a
constituir tal vez la más seductora y profunda tentación de cuantas nos
arrastran engañosamente fuera del orden y de la concepción cristiana del
mundo. Para la secular
sabiduría cristiana el «deber ser» incondicionado se fundaba y
constituía desde la destinación del hombre a su fin último trascendente
a su finitud. La Bondad eterna e infinita, el amor que Dios es, se nos
propone por la fe para ser recibido y abrazado en contemplación y amor
eterno. Por esto advertía Santo Tomás que el bien divino, en orden al
cual se pone en tensión por la caridad el íntegro dinamismo de la vida
cristiana, no es objeto de entendimiento práctico, sino el supremo fin
saciativo y beatificante para la mente contemplativa. Y toda la
obligatoriedad de la ley se funda en la necesidad del fin a que se
ordena. En el plano mismo de la sindéresis natural la conciencia del
deber presupone la fundamentación del bien ético en el «verdadero bien»
ontológico. Por esto una ética de fines da por supuesta la sumisión del
hombre a un orden universal que le trasciende y le llama con exigencias
absolutas de las que no es él mismo fundamento ni autor. La libertad del
hombre se constituye desde esta destinación natural a un fin entitativo
y «verdadero». Aunque todavía
el formalismo de la ética autónoma de Kant mantuvo como postulado
práctico la idea de Dios y el alma espiritual e inmortal, la primacía de
la razón práctica que se afirmaba para huir del carácter heterónomo del
imperativo moral expresaba un hecho nuevo en la historia del mundo
cristiano, que tenía no obstante sus precedentes en las posiciones
éticas racionalistas: ya no eran los «libertinos» los que se enfrentaban
a la fe revelada; por el contrario se podía ya ser «no creyente» en la
fe sobrenatural y «positiva», porque se era «honesto» y en virtud de la
misma fe moral. En el mejor de los casos se vino a negar importancia
teorética al contenido de la fe, para reducir la fuerza de lo religioso
a la profundidad del sentimiento. La religiosidad
romántica que va de Schleiermacher al modernismo en todas sus fases, no
ha hecho sino reforzar el impacto deletéreo de los «pragmatismos». Una
misma actitud en el fondo alienta la fe en la creatividad fundante y
originaria de la acción humana. La roca firme de Dios eterno no sería
sino el obstáculo supremo, una «naturaleza» no-yo, algo absoluto
«en-sí», que no podría ser ya estímulo a superar, sino condición y
límite supremo de la libertad y de la praxis del hombre. El postulado
antiteístico de una moral que, en virtud de su radical antropocentrismo,
ha de negar toda esencia o valor anteriores al ejercicio de la libre
opción, no se ha formulado en toda su crudeza sino en contados casos. Lo
que interesa, sin embargo, es advertir el impacto en una filosofía no de
sentido académico sino «mundano», y que ha consistido mucho más en una
penetración «práctica» que en una difusión literaria o conceptual. Las ilusiones de
la autenticidad y la autorrealización, la creatividad y originalidad
radicales, debilitan máximamente la capacidad de comprensión del mensaje
de la fe. Todo profesor de teología que ha visto discutir el interés
actual y práctico, la conducencia para la vida y para la eficacia, de
los tratados dogmáticos trinitario y cristológico, puede dar testimonio
de lo que queremos sugerir. Si esto es así
en quienes viven insertos en las instituciones eclesiales, el hecho
acaece cotidianamente afectando todos los sentimientos e ideas del
hombre masificado de nuestros días. El prestigio de
la investigación científica conseguido en la rápida transformación del
horizonte vital de quienes estamos ya inmersos en un mundo «creado por
los hombres», que oculta y aún presenta como triviales y primitivas las
dimensiones del universo natural o del que es herencia de la técnica y
el arte de anteriores generaciones, parece conmover las esencias y el
sentido de las cosas y del hombre mismo, e invita con enérgico desafío a
la lucha por la vida y a la vertiginosa carrera de llegar a hacerse algo
por sí mismo. Tendemos así a
apoyarnos en nosotros y a no afirmarnos más que desde nuestra propia
autorrealización. Pero es aquí precisamente donde la constitutiva
destinación del hombre a no hallar el sentido de su vida sino en una
felicidad que le trasciende y exige la ordenación a ella de su entero
dinamismo, se pone de manifiesto en una situación límite en la que se
halla hoy el hombre, en proporción a su progreso y dominio técnico sobre
la naturaleza. La praxis humana
no puede ser el lugar originario de su propio valor y sentido. La
voluntad y la acción carecen de consistencia si no se reconoce que una
«voluntad constituyente» está impresa en la naturaleza del hombre y
entitativamente la destina, con anterioridad radical a toda opción,
hacia fines existentes en el universo real y en el fundamento último del
hombre y del universo. Es decir, la praxis en cuanto tal no se pone en
movimiento sino supuesto el hombre ya constituido en su posibilidad
radical como sujeto libre y activo. Y en verdad la
afirmación especulativa de la primacía de la acción, y la entrega
práctica a la búsqueda de un sentido de la vida que fuese independiente
de todo valor o fin anteriores al ejercicio de la libertad, no han hecho
sino lanzar al hombre culto de la modernidad a un círculo en el que la
misma dimensión ética viene a ser olvidada en su esencia, para ser
asumida sólo como eficacia técnica a través del desarrollo, por la
educación científica, de las posibilidades creadoras entendidas como
capacidades de dominio y de producción. EL HOMBRE
MOVILIZADO COMO SERVIDOR DE LA EFICACIA TÉCNICA La primacía de
la voluntad y de la acción deforma antropocéntricamente aquella esencial
dimensión de la vida cristiana que la discierne de cualquier frío y
orgulloso intelectualismo teorético: si poseyese toda la ciencia y
conociese todos los misterios, si no tuviese caridad nada soy. La
secularización, de espaldas al don del amor de Dios, del imperativo de
que la fe obre por la caridad, explica la fuerza, desintegradora del
orden cristiano, de los voluntarismos y pragmatismos. Pero esta misma
desviación antropocéntrica del dinamismo práctico, del que desaparece
con la contemplación «final», también el amor, convierte el «dominar la
tierra» bíblico, ejercicio por el hombre de un aspecto esencial de su
carácter de imagen de Dios, en el babélico esfuerzo de dominio autónomo
y cerrado a la trascendencia, que pretende su reinado exclusivo y
soberano sobre el mundo. Un nuevo
concepto del saber alentó desde la scienza nuova y ya decisivamente en
el empirismo de Bacon de Verulan las progresivas conquistas del hombre
moderno. Se trata de un saber del que ha desaparecido toda finalidad
contemplativa y, por ello, todo orden a la aceptación de aquel «amor que
mueve al sol y a las estrellas» cuyo gusto tuvieron los medievales. Hay
que saber, para dominar la naturaleza. Y para
dominarla, obedecerla. La praxis humana, ya desde entonces radicalmente
transformada en técnica, tiene que reconocer desde su punto de partida
fuerzas y leyes naturales. Pero la preocupación de inmediatez, que se
tradujo en la vigencia de una noética empirista, lleva al abandono de
cualquier consideración de un orden esencial. No se atiende ya más que a
las reglas constantes de conexión de los hechos, cuyo conocimiento
posibilite la previsión, el proyecto y la planificación. Desde las
primeras fases de la filosofía moderna se recorre así, en el orden de la
fundamentación de la ciencia, el destino por el que ha avanzado cada vez
con mayor universalidad la cultura occidental; hasta culminar en la
hegemonía planetaria de su ciencia tecnificada sobre todas las
dimensiones de la vida contemporánea. La revolución
industrial y la revolución política de signo positivista dieron a la
vida social el dinamismo y orientación que condicionan todavía hoy su
sentido. El empirismo gnoseológico, la concepción materialista del mundo
y la ética utilitarista se implican y autofundamentan. Se cierra un
círculo en el que el único proyecto que puede constituirse en fin de la
acción humana es el desarrollo y progreso económico y técnico. Las guerras
mundiales y la fuerza creciente de la antítesis marxista han situado a
la sociedad occidental, regida por aquel progresismo, ante una crisis
cuya trágica paradoja se manifiesta en un fenómeno desconcertante: las
mismas corrientes y movimientos de rebeldía en que se consuma la
esperanza ilusoria en la omnipotencia de la técnica, y que exigen en su
nombre «el final de la utopía», estallan contra el sistema opresivo
establecido por la hegemonía de lo técnico sobre las estructuras y el
ambiente de la sociedad moderna. La tecnocracia
viene a definir en sentido muy esencial el impulso directivo de nuestra
vida. Porque el antropocentrismo, ejercido en la primacía de la acción
transformada en eficacia técnica, impone la necesidad –según ha puesto
en claro el agudo análisis heideggeriano— de que la voluntad de poder se
identifique con el instinto calculador que somete la libertad humana y
transforma el animal racional en mano de obra o equipo de trabajo al
servicio del consumo del ente. Cuando ya el ente ha perdido todo otro
sentido que no sea el de estar destinado a ser desgastado por la
planificada voluntad de dominio. Del obedecer
para dominar, y como cogido de nuestras propias redes, hemos caído en
servidumbre respecto al mecanismo de nuestras propias planificaciones y
proyectos. Para la
propaganda de la política o de la guerra total, o para la que asume la
tarea de producir en serie la opinión democrática, la opción política y
su expresión está condicionada al asesoramiento del reflexólogo o del
psicólogo conductista. El acierto en el ritmo de un slogan o en la
sugerencia que en el mecanismo de asociación de imágenes puede tener un
gesto o una frase lanzada a través de los grandes medios de comunicación
de masas pueden representar millones de votos para la designación de los
más influyentes poderes en el mundo de hoy. La acción humana
tecnificada, desarraigada de toda orientación a lo eterno por el impulso
de autorrealización del hombre como lo absoluto y supremo, consuma en la
vida colectiva la caída de la libertad y mismidad en la dependencia
respecto de lo anónimo y lo público. Resulta
coherente que en este «mundo feliz» se disperse y pierda la intimidad
personal, por cuanto el presupuesto profundo que sostiene la negación de
la apertura de la finitud y subjetividad humana hacia lo eterno y divino
implica de raíz el desconocimiento del libre albedrío como atributo de
la esencia del hombre, en que se despliega su acción, desde la
perspectiva de la fe cristiana, como espíritu e imagen de Dios. LA PARADOJA DEL
ESPÍRITU LIBERAL Ninguna demasía
y exageración hay en el reconocer que la humanidad de hoy ha accedido a
madurez y plenitud apenas entrevistas en anteriores siglos, y que el
progreso, a pesar y a través de sus trágicas crisis, ha llevado a la
exigencia de realizar algunas de las posibilidades más profundamente
constitutivas de la existencia humana. Las concepciones
de filosofía de la historia que han querido establecer la tesis de la
decadencia como el sino fatal de nuestra cultura habrían de olvidar que
en el Occidente postrevolucionario ha alcanzado su plenitud una
dimensión esencial de lo humano en cuanto tal: la conciencia histórica.
Esto equivale a decir: la toma de conciencia de la libertad como
formadora de sentidos y estructuras del espíritu objetivo en su devenir
temporal. Bastaría esta
maduración de la toma de conciencia histórica para justificar la
aplicación a nuestro mundo contemporáneo de una afirmación misteriosa y
espléndidamente «humanista» de San Agustín. Después de haber definido la
ciudad terrena como originada por el amor del hombre a sí mismo llevado
hasta el desprecio de Dios, que le enfrenta a la ciudad celeste,
advierte que «no es acertado decir que los bienes que desea la ciudad
terrena no son bienes, puesto que ella misma es tanto mayor bien, cuanto
mejor sea en el orden de lo humano». Si, orientados
por la sugerencia agustiniana, nos libramos de todo maniqueísmo,
podremos comprender que los males de nuestro tiempo no son sino
privaciones de orden e integridad, ausencia de orientación hacia Dios.
Por lo mismo, y puesto que el mal no es eficaz y operante sino por
virtud del bien que corrompe y en el que radica, admitiremos sin
escándalo, con el Papa Juan XXIII, que el progreso mismo haya sido la
fuerza que ha transformado el olvido de Dios de hecho individual en
fenómeno universalmente difundido en la conciencia social. Todavía
Balmes pensaba que, mientras el individuo puede ser ateo, la familia y
la sociedad no lo serán jamás. Pero el desarrollo técnico y económico,
que opera universal e inmediatamente sobre la sensibilidad del hombre,
ha sido el factor eficaz en la «diversión» respecto del eterno y final
destino en Dios. Precisamente el
llamamiento de la ciudad celeste a este mundo muestra en esto su
congruencia: los bienes que busca la ciudad terrena se invierten y
desintegran por la privación de su orden a Dios. El cerrarse de la
finitud sobre sí misma no sólo impide que se consume la indigencia de
apertura a lo absoluto e infinito, sino que corrompe y deshace los
elementos más nucleares del bien en el orden de las cosas humanas. La
autodivinización de lo humano, que ha enfrentado al hombre moderno a la
trascendencia y personalidad de Dios, ha tenido su impulso nuclear en la
voluntad de autoafirmación como sujeto libre y creador. Pero el
enfrentamiento a la trascendencia se ha consumado en la negación
teorética y práctica de aquella libertad. De los
dirigentes más exaltados del liberalismo español comentó con extrañeza
Menéndez Pelayo que su ardiente amor a la libertad contrastaba con un
pensamiento filosófico crasamente materialista. No hay fundamento para
la extrañeza del insigne polígrafo, que podría compararse con la que se
sintiera ante el hecho de que «todos los niños de Francia» sepan hablar
francés. Los grandes dirigentes, los representantes más geniales del
espíritu liberal, han profesado siempre filosofías incompatibles con la
afirmación, espiritualista y teocéntrica, «agustiniana», del libre
albedrío. La corriente
central de la Ilustración del siglo XVIII, la que nutrió la fuerza de
las revoluciones que dieron nacimiento al contemporáneo Occidente
liberal, se explica sólo desde la poderosa influencia de la filosofía
íntegramente naturalista de Spinoza. Su monismo
subyace como fundamento oculto, pese a las transformaciones
«espiritualizantes» y dialécticas, en los grandes sistemas del idealismo
alemán, o en la visión del mundo de Goethe. Es su implicación en la
filosofía hegeliana la que posibilita la «puesta sobre los pies»
marxista de la dialéctica, en la que de nuevo el entendimiento formador
de ideas aparece como natura naturata, o según la nueva terminología,
como determinado por la realidad de las fuerzas materiales. La divinización
de la materia sigue presidiendo todos los paralelismos psicofísicos, y
también las antropologías implicadas en las más difundidas escuelas de
psicoanálisis. Si oímos hablar de «mentalidad liberal», no debemos nunca
olvidar la hegemónica fuerza de las doctrinas «conductistas», para las
que el concepto tradicional del libre albedrío se explica cómo una
laguna en el conocimiento científico de las conexiones necesarias entre
estímulos y respuestas. Esta trágica
paradoja del espíritu liberal puede ser comprendida únicamente si no se
quiere ignorar la intención que orientó sus primeras y más influyentes
formulaciones. Esta intención se hace patente si contrastamos hoy los
fundamentos de la enseñanza de Juan XXIII en la Pacem in terris sobre el
derecho al libre ejercicio de la religión, con la doctrina spinoziana
expuesta en el Tractatus theologico politicus, la más profunda y
originaria fuente del pensamiento liberal de la Ilustración. Para el
magisterio pontificio se trata del derecho a ejercitar el deber de
religión según la propia conciencia, que, en virtud de su constitutiva
religación a Dios, es libre frente a las potestades humanas. Para
Spinoza: «los que poseen el imperio supremo son los intérpretes no sólo
del derecho civil sino también del sagrado; y sólo ellos tienen el
derecho de discernir qué sea lo justo, y qué lo injusto, qué lo piadoso
y qué lo impío; de aquí se concluye que podrán conservar este derecho
del mejor modo y el Estado en seguridad, sólo si conceden que cada uno
sienta lo que quiera y diga lo que siente». Con acierto
magistral advirtió León XIII en la Libertas que, las libertades de
conciencia, culto y pensamiento propugnadas por el liberalismo eran la
puesta en práctica en lo social y político de la emancipación
naturalista del hombre respecto a Dios. Pero esta
liberación frente a la trascendencia, que lo es también respecto a la
conciencia de culpa y de responsabilidad, tenía su fundamento doctrinal
en una filosofía que niega la subsistencia personal del individuo
humano. Para liberarse
de la religación y del orden a una trascendencia infinita y eterna hubo
que realizar en el plano del pensamiento el suicidio del hombre como
sujeto libre, como espíritu creado a imagen y semejanza de Dios. AUTENTICISMO Y
DESPERSONALIZACIÓN «Cualquiera ve
que la mente no es corpórea, y que es substancia», escribió San Agustín.
La metafísica del espíritu hipostático y personal, imagen del Dios
viviente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, legada al pensamiento cristiano
medieval, y todavía transmitida al Occidente postrenacentista por el
cartesianismo, seguiría siendo la única base que podría dar coherencia a
la aspiración humanística de la modernidad: dignidad y derechos
naturales de la persona, igualdad de todos los hombres, y exigencia de
aquél respecto al hombre como fin y no como medio de que habló Manuel
Kant. Pero las
orientaciones del pensamiento que han pesado sobre el dinamismo cultural
y político europeo y han regido los ideales sociales y el sentido de la
educación y de la vida conmueven de raíz aquel concepto del hombre como
ser personal y libre. Por los diversos
tipos de materialismo, desde Hobbes a Marx pasando por la Enciclopedia,
y por las gnoseologías empiristas que inspiraron el liberalismo inglés;
por el monismo naturalista y posteriormente por el criticismo y el
idealismo alemán, desde muy diversos supuestos doctrinales, se ha
persistido en negar la unidad entitativa del hombre como sujeto
personal. Los
malentendidos, fundados en la necesidad de «descosificar» la persona o
de liberarse de este término y concepto al pensar en el ser del hombre,
se radicalizaron en las corrientes antropológicas más influyentes en
nuestro siglo. Y así nos hemos encontrado con que al tiempo que la
existencia auténtica se situaba como tema de primer plano se hundían las
bases para una posible caracterización de la unidad y mismidad del
hombre. No alcanza a
escamotear este obscurecimiento de la conciencia personal el
convencionalismo de nuestro lenguaje literario y político proyectado
sobre una eticidad de horizonte culturalista y sociológico; lenguaje
cargado de la exigente indignación moral que es la dimensión más
característica tal vez de la mentalidad revolucionaria moderna. Porque la
hipócrita escisión entre la razón práctica y el saber teorético sobre el
fundamento último de la realidad ha llevado al hombre moderno a
emprender el intento de liberarse del sentido del mérito y del demérito
ante Dios, del pecado personal y de la necesidad de la gracia y de la
Redención - a través de «nuevas astrologías» deterministas - a la vez
que proyectaba su orgullosa actitud moralizante contra instituciones y
clases sociales, tradiciones del pasado, estilos y criterios
establecidos, estructuras superadas, naciones, culturas o partidos
políticos. Pero, así como
la «engañifa del monismo» de que habló Unamuno es un sucedáneo
inadecuado para el hambre de inmortalidad personal arraigadas en el
corazón del hombre, así la eticidad que tiene como presupuesto un
determinismo dialéctico o positivista es incapaz de fructificar en la
serenidad interior, la sencillez y el confiado gozo, que podrían
hallarse sólo en a humildad cristiana y en la aceptación de la gracia
redentora. Aquel suicidio
ontológico del hombre deja sin sentido la vida personal. De aquí el
dramatismo y la tensión, la pseudoprofética energía que alienta las
tareas educativas, los reformismos y progresismos sociales que intentan
suplantar las esperanzas proporcionadas a la vocación divina y eterna
del hombre por redenciones inmanentes «según los elementos del mundo» y
por el esfuerzo de hallar una satisfacción absoluta en los proyectos del
futuro, en el propio advenir temporal e histórico. ESCATOLOGÍAS Y
ESPERANZAS TERRENAS Federico Engels,
en un estremecedor pasaje de su «Dialéctica de la naturaleza», con
lenguaje que revela el entronque heraclitiano del materialismo
dialéctico marxista, nos habla de los ciclos en que se despliega en
eterno retorno el movimiento de las fuerzas materiales. Ante ellos la
historia humana y geológica no es sino un breve instante. Nada
permanece, más que la materia eterna y las leyes en su incesante
devenir, que imponen férreamente la necesidad de la destrucción también
de lo que representa el supremo florecer de la materia: la conciencia y
el espíritu. Pero esta misma férrea necesidad, nos dice Engels
alentándonos a la esperanza, nos asegura su resurgir en otros planetas,
en otros sistemas y constelaciones en el seno del universo infinito y
eterno. Y el propio
Carlos Marx, nada menos que en el prefacio de «El Capital», nos advierte
que sus apasionadas diatribas contra los burgueses y capitalistas,
indispensables para la crítica de la economía política y la acción
revolucionaria, no han de hacernos olvidar que los burgueses no son sino
personificaciones de las fuerzas materiales que en su choque cumplen
inexorablemente un destino dialécticamente determinado. El marxismo
representa en esto la culminación doctrinal de aquel proceso de
absolutización de lo inmanente en que sucumbe todo reconocimiento de la
libre personalidad del individuo humano. Y no obstante, también en él se
consuma aquella misteriosa dimensión del espíritu moderno que señaló
Vögelin al definirlo como secularización y racionalización de las
escatologías milenaristas y de las redenciones gnóstico-maniqueas. El impacto del
marxismo sobre la conciencia de nuestros días no podría explicarse sólo
desde su dimensión filosófica de hegelianismo de izquierda; es decir, en
cuanto prolonga, en una nueva fase de la filosofía del devenir
universal, una concepción monista del mundo. Muchas veces se ha notado
la inconfundible herencia profética y mesiánica que alienta, bajo las
apariencias científicas y filosóficas, en el mensaje revolucionario y
marxista. El proletariado
es el nuevo pueblo escogido, enfrentado a la burguesía, la nueva
gentilidad. La revolución es el juicio de las naciones. La sociedad sin
clases, síntesis final en el horizonte histórico, substituye el
«milenio» de los ebionitas. Pero hay que recordar que este mismo esquema
había regido ya en momentos anteriores, cuando la burguesía representaba
frente a la aristocracia el elemento redentor y escogido, el que llevaba
en sí la luz y la libertad. Y condiciona de nuevo hoy los movimientos de
rebeldía en los que el «conflicto de generaciones» constituye el nuevo
advenimiento mesiánico: los «jóvenes» nos redimen del anquilosamiento y
putrefacción de los «mayores», los instalados en lo establecido. Esta escatología
inmanente inspira la idolatría de los tiempos nuevos que conmueve tan
profundamente desde sus bases la visión cristiana y el contenido
dogmático de la fe en la conciencia contemporánea. Es obvio, no
obstante, que el torbellino que arrastra la «cronolatría», cada vez más
ampliamente difundida desde el Humanismo y la Ilustración, devora
sucesivamente sus propios ídolos. La aceleración de la historia, en que
se ejercita su triunfo, no hace sino más inestable y desalentador el
culto del hombre, en el que hay que quemar cada vez con mayor rapidez lo
que poco antes se adoró. En verdad, el
anhelo de ser feliz personalmente, que constituye el dinamismo central,
la voluntad constituyente del hombre como sujeto activo, así como no
puede descansar en su inmersión en la impersonal unidad desoladora de un
universo en el que con la muerte de Dios ha muerto también el hombre
como persona, tampoco puede descansar, a pretexto de engañosos
altruismos, en la «procesión de fantasmas» de las generaciones que
tienden al mundo futuro justo y feliz. SOLEDAD EN LA
SOCIALIZACIÓN La eticidad de
las redenciones inmanentes desintegra y «reduce» el sentido auténtico
del amor. El dinamismo de comunicación y don de la plenitud de una vida
espiritual y personal queda radicalmente imposibilitado; y hay que
buscar un sucedáneo en la unidad para la lucha impulsada por la
indignación moral en que fructifica el «resentimiento». Al removerse,
teórica y prácticamente, la idea cristiana del hombre, imagen de Dios,
llamado a la filiación divina, el término amor ha venido a perder su
sentido para invertirse y no ser sino lema de combate. Vindican con
airada tensión igualdades de derechos, y claman indignamente contra
discriminaciones por la raza, la nación, la edad, el sexo o la confesión
religiosa, quienes no distinguen ontológicamente el hombre de la
naturaleza y sólo ven en él un superior nivel de progreso evolutivo que
se consuma en la técnica y en la cultura. Prolongando
sugerencias de Max Scheler, podría decirse que el «amor» socialista, más
que «horizontal» o antropocéntrico, es un impulso de unión contra las
potestades o valores que en alguna línea aparezcan como en un orden más
elevado. Por esto el «amor», en este contexto ideológico y social, juega
siempre como estímulo y factor de oposición y se enfrenta a aquel
acatamiento a lo superior de que habló el Apóstol en la carta a los
romanos. Elemento de la
lucha por el poder, tal «amor» se impulsa siempre de un modo u otro
desde la «providencia del hombre» que es el Estado, y a través de las
tensiones antitéticas entre lo «establecido» y lo que «se opone». Quedamos así
inmersos en lo público y anónimo, y perdidos en la soledad mientras se
acelera el ritmo del proceso socializante. Nos sentimos solos, e incluso
decimos querer estarlo: «el infierno son los otros». Porque la
rebeldía, anonadante de lo que es en-sí, que define la libertad para el
existencialismo antiteístico, siente la mirada del prójimo como
objetivadora supresión de la autenticidad de lo «para-sí», del sujeto
libre. Al mirarme me cosifican. De aquí que el antiteísmo postulativo
tiene su razón más intrínseca para que «no deba ser» Dios, en el hecho
de que sería el «inspector» supremo. Si estamos desnudos y patentes ante
sus ojos, hasta lo más medular de nuestro espíritu, hemos de rebelarnos
ante la más plenaria personificación de la autoridad. La anarquizante
rebeldía expresada en el «prohibido prohibir» de la revolución
universitaria sentiría la providencia paterna y regia de Dios como la
absolutización de todas las opresiones. Estamos una vez
más en un juego dialéctico en que la antítesis triunfa porque se
enfrenta contra una tesis en la que pesa toda la aplastante opresión de
un monismo unívocamente pensado. Porque en este caso el honor de Dios
queda comprometido por la carga de lo que en la vida política moderna
había sido ya edificado precisamente también con sentido antiteocrático. A las amargas
razones del corazón del ateísmo que se arraiga como en sentimiento
fundamental en la náusea ante lo existente y culmina en la rebelión ante
lo concebido como supremo «en-sí y para-sí», contemplador infinito que
nos aplasta con su mirada, podría replicarse con la pregunta sobre el
sentido que podría tener la vida de un hombre hipotético que
definiésemos como «aquel a quien nadie miró». Si este personaje hallase
su autor tendríamos el protagonista de la narración más estremecedora
entre las más trágicas expresiones literarias del existencialismo del
absurdo. Y no obstante,
tal vez participan de aquella imaginaria tragedia quienes entre los
jóvenes de hoy son vanguardia y fuerza de choque de las fuerzas
desintegradoras. Cuando se trata de justificar y explicar el fenómeno de
la revolución de la juventud y el conflicto de generaciones se olvidan a
veces dos aspectos decisivos del problema. Estamos ante la primera
promoción, probablemente, que no siente ya amparada en su vida por la
mirada paterna de un Dios personal; y a la que ha faltado, más que a
ninguna de las anteriores, y especialmente en los más altos sectores
sociales de nuestro mundo industrializado y urbano, la vigilante
«represión» del amoroso mirar de sus padres. Los hombres de
esta generación, a quienes se ha defraudado por una parte lo que durante
siglos no faltó en épocas de menores posibilidades y de menos profunda
conciencia histórica, son empujados, por otra parte, a la rebeldía
contra la tradición y la autoridad, por las fuerzas que luchan al
servicio de la voluntad de poder. Porque el tema de nuestro tiempo es
esta crítica implacable contra toda autoridad y superioridad
establecidas, es congruente la fructificación de aquella lucha en el
uniforme y obligado «no conformismo» en que parece consistir el
imperativo incondicionado de nuestro tiempo. Precisamente por
esto, esta juventud víctima del desamor y de la violencia del odio,
podría sentirse expresada, en un plano más profundo que el de los
tópicos que le reconocen las motivaciones de su rebeldía impuesta y
sugerida, en la airada reacción del príncipe Segismundo: «acciones
vanas, querer que tenga yo respeto a canas... porque aún no estoy
vengado, del modo injusto con que me has criado». EL DESENGAÑO DEL
PACIFISMO. EL MENSAJE DE LA PAZ DE CRISTO En un horizonte
de universalidad planetaria, el dinamismo social del mundo culturalmente
unificado en su absorción por el Occidente cristiano y apóstata,
patentiza que el mal no es operante sino por virtud del bien. En el
fondo de las tendencias que enfrentan a los hombres de nuestra
generación al mensaje sobrenatural de la fe late todavía, deformado y
reducido por el inmanentismo y la cerrazón de la finitud, un llamamiento
cristiano, sagrado y divinizante. La máxima fuerza
desintegradora del orden cristiano, la que suplanta y se opone al
Evangelio, consiste en el atractivo de ideales desviados en sentido
antropocéntrico y antiteístico, pero cuya presencia y dinamismo
histórico sólo puede explicarse a modo de testimonio ante todas las
naciones del mensaje de la esperanza mesiánica. Justicia y paz.
Estos anhelos agitan movimientos de rebeldía implacable, de ciega
injusticia, sostienen inquietudes y tensiones que son estímulo de la
permanente inestabilidad de una época que fue caracterizada con acierto
como la del pacifismo y las guerras mundiales. En todas las
esferas de la sociabilidad humana, desde la doméstica hasta la
internacional, y en la intimidad de nuestra vida personal, se revela
como el argumento del acontecer diario aquel que fue anunciado, a la
entrada de nuestra época histórica, en el extraordinario documento que
es la Ubi arcano de Pío XI: La paz que el mundo anhela, la justicia que
exige, sólo en el Reino de Cristo puede obtenerla. Sería engañoso
entender esta actualidad y adecuación del ideal del Reino de Cristo para
nuestro tiempo, cual si pudiéramos esperar que se le acepte con fácil
popularidad; o que sintonice cómodamente con la sensibilidad masificada
por la propaganda, vertida hedonísticamente hacia lo inmediato, o
torturada por la soberbia y endurecida rebeldía de los justicialismos y
pacifismos «mundanos». Este
malentendido llevaría a confundir con la eficacia y fructificación del
apostolado cristiano y de la consecratio mundi los éxitos equívocos que
se apoyan en tácticas de adulación, instrumento de influencias de grupo
o de secta, que ponen a su servicio las energías cristianas, a las que
deforman por la renuncia al escándalo de la Cruz. En este tipo de éxito,
con el que triunfan hoy las nuevas gnosis pseudocristianas y las
teologías «modernistas», el apóstol y el dirigente cristiano sucumben en
el fondo a aquellas tentaciones que planteó Satanás en el desierto al
ofrecer a Jesús el dominio sobre todos los reinos del mundo. No afirmamos con
seductor naturalismo que la espiritualidad y doctrina del Reino de
Cristo por su Corazón se armonice con el sentir de los amadores del
mundo de nuestro humanismo secular. Tenemos que reconocer, por el
contrario, la estridencia y la tragedia inevitable del choque y de la
hostilidad. Pero debemos arraigarnos en la convicción de la oportunidad
y armonía del evangelio del Amor misericordioso, que llama al
acatamiento de la soberanía de Dios, respecto de las necesidades y
aspiraciones de la humanidad frustrada en su desarrollo y progreso, y
fracasada en sus esperanzas terrenas, en la medida en que se cierra y
vuelve de espaldas a lo único que podría traerle la paz. La
espiritualidad del Corazón de Cristo propone con divina simplicidad y
autenticidad el mensaje de salvación. Cuando se plantea el problema de
la actual situación humana y, de la puesta al día de la pastoral y de la
vida cristiana, hay que advertir siempre la unilateralidad de las
deformadas concepciones teológicas que escinden el misterio con el
intento de satisfacer por modo fácil e inmediato exigencias surgidas a
partir de tensiones y antítesis. Lo carismático
frente a lo jurídico; lo histórico y social frente a lo eterno y
trascendente; el amor y la libertad frente a la ley y al acatamiento de
la soberanía divina; amor horizontal y antropocéntrico frente a la
caridad teologal, correspondencia al don divino; esperanza «hacia
adelante» y orientada hacia el futuro, que hace olvidar lo eterno y las
«cosas de arriba»; «sobrenaturalismo» que desdeña la historia de la
salvación en su realidad concreta; religiosidad sin sobrenaturalismo ni
trascendencia, reducida a un horizonte inmanentista; cristianismo
arreligioso; «Dios» no espiritual ni personal; teología sin Dios. El éxito,
publicitario y mundano, políticamente afectado, de los autores y obras
representativos de aquellas corrientes, no ha de ocultar su
inconsistencia y desarraigo en el verdadero sentido de la fe del pueblo
de Dios. Son corrientes infecundas y esterilizantes, que, en el ámbito
mismo de la doctrina, desintegran y anulan las mismas dimensiones en que
pretenden insistir y apoyarse: de una teología sin Dios no puede derivar
sino un personalismo sin persona humana, un evangelio social sin
consumación y plenitud del reino mesiánico; una filantropía horizontal
sin amor. El culto al
Corazón de Cristo es en nuestra situación histórica llamamiento a la
verdad y profundidad de la fe y del amor cristianos. Y es un imperativo
ineludible el anunciarlo desde la fuerza y pureza de la misma fe. Con
frecuencia nuestros esfuerzos de adaptación humanista no han sido sino
obstáculo y complicación. Ciertamente todo lo humano está destinado a
ser asumido y salvado por el don de la gracia, y a servir a la gracia
misma como instrumento de salvación; pero sólo cabe que lo humano sea
instaurado y elevado por la fuerza del propio don del Espíritu. En otro
caso nuestros medios e instrumentos de «encarnación» son los que nos
hacen llegar precisamente tarde «para nuestros tiempos». Es oportuno
insistir en el reconocimiento de que las adaptaciones barrocas o
románticas se han contado entre las dificultades de ambiente al
evangelizar las riquezas del Corazón de Cristo a los hombres de nuestro
siglo. En el horizonte
y perspectiva de la fe, la doctrina y espiritualidad centradas en el
símbolo del Corazón de Jesucristo concretan para el hombre de hoy la
síntesis que muestra el íntegro misterio de la economía redentora y la
visión cristiana del universo y de la historia en unidad no escindida,
superación radical de escisiones y tensiones antitéticas. El Corazón de
Cristo nos propone: la religión, como acatamiento y honor debidos a la
excelencia y soberanía de Dios, fundida con el amor, unión y entrega; la
dimensión teocéntrica o vertical de la vida cristiana y la efusión del
amor a los hombres «como Cristo nos amó»; sin antinomia entre
encarnación y escatologismo, la esperanza del Reino del Sagrado Corazón,
orientando unitariamente la concepción de la historia, en marcha hacia
la instauración de todas las cosas en Cristo. CULTO AL AMOR «Cuando el
hombre estará perfectamente sometido a Dios», dice el Doctor Angélico
refiriéndose a la eterna bienaventuranza en la patria celeste. «El
servir a Dios... es fin», escribe San Ignacio en los Ejercicios
Espirituales: «el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y
servir a Dios Nuestro Señor». Este lenguaje de
los grandes doctores de la espiritualidad cristiana no es sobrevivencia
de una supuesta ley antigua a la que se entiende a veces antitéticamente
enfrentada la nueva alianza del amor y de la filiación divina. El Evangelio del
Reino, que anuncia la final sumisión de todas las cosas a Dios Padre, no
cancela la religión: el deber de justicia, fundado en la dependencia del
hombre como criatura respecto de su Creador y Señor. Pero la religión
no es virtud teologal; no tiene a Dios como objeto sino sólo como
término de la relación debida por parte hombre. Obediencia a la ley,
culto a la majestad divina, son relaciones de respecto que miran a Dios
en su excelencia infinita y en su dominio omnipotente. Por esto la
religión no deifica al hombre. El respeto y la justicia no superan la
alteridad, y mantienen la distancia infinita entre Dios y su criatura. La economía de
la gracia llama a la felicidad, consumación última de nuestra perfección
personal, en la comunicación de la vida misma de Dios. De aquí que
podamos preguntarnos en qué sentido pueda todavía el lenguaje teológico
mencionar el servicio y la reverencia, la perfecta sumisión y el culto
que proclama el honor de Dios, como dimensiones que se integran en el
fin último del hombre. Planteada por
autores insignes, consideramos ahora esta cuestión desde nuestra
concreta perspectiva y ambiente. El nexo íntimo entre religión y caridad
teologal, y la posible antinomia en que podamos caer al ser incapaces de
pensarlas en síntesis, nos sugiere tentaciones de rebeldía frente a la
«divinidad celosa», o de exigencia de que se abdique la soberanía y
omnipotencia para que no repudiemos como insoportable la ofrenda del
Amor. Para el nuevo cristianismo arreligioso «Dios es Amor» significa
que se da por superado el concepto de Dios omnipotente y paterno. Pero lo que la
enseñanza de la fe católica nos presenta, y precisamente lo que se
concreta y simboliza en el Corazón de Cristo, es el auténtico evangelio
del Reino de Dios que es Amor. El culto y la adoración, el conocimiento
de alabanza en el que consiste la divina gloria es fin para nosotros, es
decir, nuestro bien y perfección. Dios crea el
mundo para su gloria, lo que significa: no para utilidad y beneficio
suyos, sino por efusión liberal y comunicativa del bien infinito. La
gloria de Dios es la manifestación de su bondad que constituye el fin
que estamos ordenados a poseer, y en orden al cual somos llamados a
asemejarnos y participar a Dios mismo. Para el ser
personal finito, creado a la imagen y semejanza de Dios, y destinado a
participar de su misma vida, la sujeción de culto y obediencia se exige
como dimensión constitutiva para consumar su apertura a la vida divina a
la que le llama la economía sobrenatural. Pero el culto y
la obediencia que integran la religión no consumarían, en cuanto orden
debido de la criatura al Creador, de siervo al Señor, la plenitud a que
nos destina la dispensación del don divino. Es en la fe y la esperanza
teologales en que se ejercita el dinamismo intelectual y voluntario del
corazón al que ha sido enviado el Espíritu de Dios hacia Dios mismo al
que abraza desde ahora ya la caridad, amor de correspondencia al Amor
que nos invita a la vida eterna, contemplación cara a cara de Dios que
es Amor. El acatamiento y
sumisión humilde, el culto a la gloria divina, no se dirigen a un Dios
celoso. Son la simplicidad y autenticidad de nuestra apertura a la
convivencia con Dios infinitamente bueno. La religión es exigida también
por razón de correspondencia al amor. El pecado y la desobediencia a la
ley son repudio y cerrazón hacia quien nos ama. «Si me amáis
guardad mis mandamientos», y la caridad es debida a quien nos amó
primero y nos dio su Hijo, propiciación por nuestros pecados. El desamor
es la máxima injusticia. El amor a Dios, y a nuestros hermanos desde el
amor de Dios, que nos amó primero y nos exige que les amemos como Él nos
ha amado, es el primer precepto de la ley. La caridad exige
la religión. Y la religión exige la caridad. A esta subjetiva e íntima
vinculación de las dimensiones de justicia y amor en nuestra vida
personal, corresponde la eterna y trascendente unidad del amor y la
misericordia y el señorío y la justicia. El objeto del culto es lo
excelente y poderoso, pero Dios es, por decirlo así, máximamente
adorable y digno de ser obedecido, porque es Amor. Lo más honorable
y excelente, lo más poderoso y respetable es el amor. En el culto al
Corazón de Cristo, en el que habita corporalmente la plenitud de Dios,
se alaba a Dios porque es bueno y su misericordia es eterna. Y se nos
llama a reparación por el pecado, al invitarnos a corresponder a su
amor, a reparar la injusticia del desamor hacia quien es justo y
misericordioso. Misericordioso,
porque es justo y conoce nuestra pequeñez, Dios nos envió a su Hijo,
nacido de mujer, hecho en todo semejante a nosotros, para sensibilizar
en su Corazón su eterno amor misericordioso. El clamor y gemido del
Corazón que tanto ha amado a los hombres nos libera del riesgo de
rebelarnos contra un imaginario Dios frío e indiferente «que no necesita
de nosotros». La efusión del amor divino para llevarnos su gozo eterno,
ha querido excitarnos a compasión hacia el Hijo del Hombre, vulnerado
por nuestro desamor. Consagración y
reparación, el doble elemento del culto al Corazón de Cristo conforme a
la enseñanza del magisterio de la Iglesia, sintetizan amor y religión en
unidad inseparable. La entrega al Amor es acatamiento a la soberanía de
Dios; la reparación a la justicia es voluntad de «consolar» el Amor no
correspondido. «COMO YO OS HE
AMADO» Síntesis de
obediencia y de comunión de vida en el amor, el mensaje del Corazón de
Cristo revela también con unidad y sencillez lo que nuestras tentaciones
mundanas contraponen y escinden. El amor a Dios y el amor a nuestros
hermanos. En la tensa
polémica que divide los ánimos y confunde la fe de los cristianos de hoy
insisten algunos exclusivamente en una «horizontalidad». La entrega del
cristiano, «hombre para los demás», al servicio fraterno de su prójimo
es lo «único necesario», e invalida como hipocresía y fariseísmo la
religiosidad y el amor a Dios. «¿Quién no ama al prójimo a quien ve,
cómo podrá amar a Dios a quien no ve?» -insisten en recordar. Al enfrentarse a
este nuevo cristianismo antropocéntrico y arreligioso, para vindicar la
trascendencia y personalidad de Dios, y la verticalidad religiosa de la
auténtica caridad cristiana, se insiste de otra parte en recordar
polémicamente que el amor cristiano a nuestro prójimo sólo tiene fuerza
y sentido «por amor de Dios». A quienes
vindican el amor horizontal e inmanente tales palabras suenan a su vez
cual desprecio y falta de solidaridad hacia los hombres como tales. Les
parece que el cristiano no sentiría así todo lo humano como suyo, y
sería éticamente inferior a los gentiles que se sabían hombres y nada
humano pensaban como ajeno. La religiosidad y teocentrismo serían olvido
de la palabra profética que nos exhorta a «no despreciar jamás al que es
nuestra carne». Y en verdad que
en la urgente defensa y proclamación del primer precepto de amar a Dios
con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, y con todas nuestras
fuerzas, podría caerse en una visión sutilmente deformada que ofrecería
blanco a las acusaciones formuladas por el cristianismo humanista y
arreligioso frente a la ortodoxia tradicional. Porque podríamos caer,
paradójicamente, a pretexto de radical teocentrismo en el orgullo
secreto de una «religiosidad» egocéntrica. No podemos
partir de nuestro yo y ascender «cartesianamente» a Dios para considerar
después «sólo por Dios» a nuestro prójimo como digno de ser amado como
nosotros mismos. Lo que en definitiva importa es tener presente que no
somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino que en esto consiste el
amor: en que Él nos amó primero a nosotros, siendo miserables y
enemigos, hasta darnos a su Hijo para redención de nuestros pecados. La
auténtica «verticalidad» no es farisaica ni ascendente, sino humilde
aceptación del don que desciende misericordiosamente desde el amor
eterno con que Dios nos ha amado. «Desde Dios» que
es amor, podemos amar al prójimo «como Él nos ha amado». Esto es amar al
prójimo por Dios. No podemos «tener» la caridad teologal desde nosotros
y centrada en nosotros. Somos llamados a «permanecer en el amor» que
nace de Dios. No hay amor cristiano sin la fe. Por esa fe creemos en el
Amor que Dios nos ha mostrado en su Hijo: y si alguno no ama, no conoce
a Dios, porque Dios es Amor. La palabra del
evangelista del amor nos ilumina y nos hace comprender que es en verdad
impotente y engañoso el amor a los hombres que pretendiese brotar sólo
del hombre mismo. Sólo la aceptación del don puede hacernos ser «para
los demás», en entrega cual la de Aquel que no nos ha amado por egoísmo
o indigencia, sino desde la efusión infinitamente generosa por la que
Dios Padre revela en el Corazón de su Hijo los tesoros infinitos de su
amor. EL REINO DEL
CORAZÓN DE CRISTO La contemporánea
apostasía de la fe cristiana, en un mundo heredero de los valores
espirituales y culturales de la Cristiandad, se ha producido por la
hegemónica influencia de una praxis social y política que ha suplantado
las vivencias cristianas por la fuerza de un mesianismo redentor de
horizonte histórico y terreno. Ninguna de las
herejías dogmáticas ni de los errores especulativos habían podido borrar
tan eficazmente de la conciencia social de Occidente la fe en el
Evangelio de nuestra filiación divina y el anhelo de la vida eterna en
el gozo del Señor. Por esto mismo
cualquier proposición fragmentaria, o desarraigada del misterio de
salvación, de una «doctrina social católica» o de un «cristianismo
social» resulta insuficiente y tardía frente al ateísmo que lleva en sí
el vigor de su mesianismo antiteístico. Se tiene en
muchos casos la impresión de hallarse ante un intento defensivo y una
apologética concesión, en la que el mérito y la fuerza de la iniciativa
y del anhelo de justicia parecen estar de parte exclusivamente del
llamamiento revolucionario anticristiano. La máxima
urgencia para la teología de nuestro tiempo radica, nos parece, en la
tarea de fundamentar una interpretación teológica del sentido de la
historia. Debemos convencernos en primer lugar que la fuerza
desintegradora de los errores sociales de la modernidad anticristiana
consiste en aquel su carácter de reducción secularizada,
gnóstico-ebionita, de la esperanza mesiánica enunciada por los dos
Testamentos. Ante una
humanidad universalmente impulsada por el anhelo de conseguir en la
inmanencia y en la historia la plena racionalidad de lo real y el
sentido absoluto de la vida, se anunciaría estéril y fragmentariamente
el mensaje del Corazón de Cristo, síntesis del evangelio del Reino, si
se olvidase su constitutiva inserción en el dinamismo de anhelo y
esperanza hacia el reinado del amor de Cristo sobre la universal
sociedad humana. El sensus fidei
del pueblo cristiano, sintonizado con la liturgia, la enseñanza del
Magisterio, y la doctrina de los grandes apóstoles del Corazón de
Cristo, en la línea que se expresó característicamente en la tarea no
superada del padre Enrique Ramière, ofrecen las más preciosas
posibilidades de anuncio al mundo de hoy del evangelio del Reino de
Cristo. Esta perspectiva
exige el más decidido retorno a las fuentes. Hay que anunciar con el
lenguaje de la Escritura y de los grandes doctores de la Encarnación, y
según la letra y el espíritu de los antiguos concilios, a Jesucristo, el
Verbo de Dios encarnado, el Hijo de David, el Rey de Israel, el Hijo de
Dios que no asumió naturaleza angélica, sino el linaje de Abraham. El Corazón que
nos patentiza a Dios que es Amor, y cuyo clamor divino y humano,
espiritual y sensible, expresa en universalidad concreta el argumento de
la historia entera de la humanidad, es el del Hijo del Hombre, en quien
Dios Padre ha querido consumar lo prometido a los Patriarcas y Profetas
del pueblo que eligió para que en él fuesen bendecidas todas las
naciones. Los que hemos
sido admitidos por la gracia de Cristo a la filiación de Abraham y a la
dignidad israelítica somos llamados a no ignorar el misterio de la
«salvación por los judíos». Es decir, precisamente por la promesa con la
que Dios con gratuita misericordia, con independencia de toda obra y
mérito humano, con anterioridad a toda justicia por la ley, y con
soberana liberalidad frente a la grandeza y sabiduría de los hombres
quiso formarse un pueblo según sus designios. El Israel de
Dios de la nueva alianza es también el pueblo de los pobres de Dios,
para los que es bueno Yahwe. La satánica deformación ebionita que nutre
la más tremenda tentación contemporánea, no podrá, con toda la fuerza de
su engaño, sustituir el anhelo de los que confían en el Dios de Israel.
De los que «compadecen» el gemido de Aquel cuya tragedia que traspasa
los siglos, y por la que es contemporánea de todas las generaciones y
protagonista de la historia universal, contiene en sí todos los dolores
de la humillación y del sufrimiento, de la opresión y de la injusticia. El apostolado
del Corazón de Cristo Rey, simplemente ejercido en su verdad, no
deformado ni minimizado por nuestra incomprensión de los designios del
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, podría tener en sí el signo de
«preparación de los caminos del Señor», rectificación de las sendas, por
las que se colme todo valle y todo monte y collado se abaje. Porque,
ejercido en aquella verdad y autenticidad, tendría más que nunca el
sello y el signo del advenimiento del Reino de Dios: «la evangelización
de los pobres».
Francisco Canals Vidal
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