CRISTO REY
No parecen estos, días para conmemorar a Cristo Rey. Aunque el pasado
domingo celebráramos su fiesta litúrgica. Cristo expulsado de una
sociedad que se jacta de su secularización, que parece vivir feliz
olvidada de Cristo. Porque es un recuerdo molesto de que esos placebos
que los hombres se han buscado no son tales, sino que encierran
gravísimas amenazas para la sociedad y para el hombre mismo. Divorcio,
aborto, sexo discrecional, uniones homosexuales –no seré yo quien las
llame matrimonio-, malos tratos en la familia... parecen haber expulsado
a Cristo de la sociedad. No te necesitamos ni a Ti ni a tus leyes. Y el
resultado no puede ser peor.
Y, ¿Rey? ¿En
tiempos en que la Monarquías se suicidan en el deshonor? No seré yo
quien afirme que los reyes de la historia, salvo contadísimas
excepciones, fueran paradigmas de virtud. Pero eran días sin medios de
comunicación social, sin periódicos radios y televisiones, en los que el
monarca era más una idea que una realidad en la vida de sus súbditos. La
inmensa mayoría de ellos no le veía nunca, ni siquiera en imagen, y si
sabían como se llamaba era porque su nombre se pronunciaba en las misas.
Aunque fuera en latín. Y posiblemente el latín añadiera solemnidad a
aquel nombre que se decía. Y nada menos que en la misa.
Hoy, si
pensamos en Inglaterra, o en Noruega, o en Dinamarca, o en Mónaco –sí, y
también en ese lugar donde estáis pensando- se nos puede hacer muy
cuesta arriba la conmemoración de Cristo Rey. Cristo ¿Rey? Olvidaros de
esas caricaturas de reyes que no tienen nada que ver con esta gran
fiesta de la Iglesia. Hace apenas una semana estaba en Toledo. En la
catedral primada. Refulgente tras su última limpieza. En una exposición
que se llamaba Ysabel. Ante tanta belleza, tanta grandiosidad, tanto
arte... ya se podía entender mejor lo de Cristo Rey. Los reyes de la
tierra levantaban aquel prodigio para el Señor del Cielo. Para el único
que ellos tenían por su Rey. Los demás eran sus vasallos, sus súbditos.
Salvo contadísimas personas en el mundo que eran sus iguales. El
prodigio de la catedral y el prodigio de la custodia de Arfe, una
catedral en miniatura, para pasear por las calles de la ciudad al Rey de
Reyes y Señor de los Señores, sacramentado.
No levantó la
catedral quien fuera la más excelsa de todos nuestros monarcas. La que
por antonomasia es la Reina Católica. Pero allí está su huella y la de
sus cardenales Mendoza y Cisneros. Casi como para pensar que a grandes
Reyes correspondían grandes cardenales y a los de hoy Tarancones y
Jubanys. Y dejadme que os hable más de Reyes en días de reyes tan
descaecidos. Porque, analógicamente, que es sólo como podemos referirnos
a Dios en nuestro pobre lenguaje y en nuestro pobre entendimiento,
necesitamos mediaciones. Esas mediaciones que tanto irritan a los
progresistas de hoy. Necesitamos representar a Dios Padre, a Dios Hijo,
y hasta Dios Espíritu Santo. En figuras que no tienen nada que ver con
ellos, salvo Jesucristo, que fue tan hombre como nosotros, en su
naturaleza humana igual que nosotros, salvo en el pecado.
Creo que sería
imposible amar a la Santísima Virgen María si cada uno de nosotros no la
estuviera viendo en las representaciones de su devoción. La que sea.
Cada cual, en la suya, o en las suyas. Pues esa mediación levantaba
ermitas, iglesia y catedrales. Y cuando se sublimaba, alguna salía como
la de Toledo. Los reyes y las catedrales. Que levantaban para el mayor
de los Reyes. Sus palacios no eran nada en comparación con sus iglesias.
Apenas queda alguno y los que quedan son insignificantes al lado de los
templos. Ninguno de nuestros reyes medievales, aun de los peores, que
los hubo, quisieron su casa con mayor lujo que la de Dios. Es que no
había ni comparación posible.
El quinto
centenario de nuestra gran reina, de la más excelsa de nuestros
monarcas, ha pasado prácticamente desapercibido. La Católica tiene que
resultar molesta a los reyes de hoy, esos reyes que firman divorcios,
abortos y uniones homosexuales. Y a los políticos de hoy. Hay que
agradecer al arzobispo de Toledo la que debió ser casi la única
conmemoración, con la celebrada en Medina del Campo, de los quinientos
años de la muerte de aquella gran mujer, de aquella gran hija de la
Iglesia, de aquella gran reina y de aquella gran santa, aunque esto
último todavía no haya sido reconocido oficialmente por la Iglesia. Y no
me estoy apartando del tema que me habéis encomendado para que os hable.
Es que tenía que hablaros, necesariamente, de otros reyes. Si no, no
entenderíais nada.
Alfonso el
Casto, Fernando el Santo, Isabel, el primero de nuestros Carlos y el
segundo de los Felipes, Luis de Francia, Isabel de Portugal, la Rainha
Santa, que era infanta de Aragón, Canuto, Eduardo el Confesor, la otra
Isabel, Esteban, Carlos el último emperador de Austria... Cristo Rey.
Rey como esos. No como esos. Mucho más Rey que esos. Mucho mejor Rey que
esos. Por separado y todos juntos. Pero hay que volver a nuestras
miserables mediaciones y analogías. Lo mejor que se produjo, dentro de
lo más grande del mundo, pues eso es lo que llamamos a Cristo. Rey.
Pío XI tuvo la
idea de instituir la fiesta en una encíclica admirable: la Quas Primas
del 5 de septiembre de 1926. Ya llevaba cuatro años de Papa y, salvo
error por mi parte, es su primer gran documento. Ciertamente no sería el
último. Es equivocado pensar que León XIII fue el Papa de las inmensas
encíclicas. Que lo fue. Y al decir inmenso no me estoy refiriendo,
naturalmente, a la extensión sino al contenido. Pío XI no le desmerece
en nada aunque fue un Papa de mala suerte eclesial. Apenas nadie le
recuerda. De trato difícil, autoritario, no es sólo el firmante de los
Pactos de Letrán con la Italia fascista, que devolvió al Pontífice la
soberanía vaticana, sino que ha firmado, además de la Quas Primas
encíclicas tan extraordinarias como Divini Illius Magistri (1929), Non
abbiamo bisogno (1931), Acerba Animi (1932), Dilectissima Nobis (1933),
dedicada a nuestra patria, Mit Brennender Sorge (1937) y Divini
Redemptoris (1937). Ningún Papa atendió a las necesidades políticas del
momento como él. El fascismo, el nazismo, el comunismo, la persecución
religiosa en Méjico y en España, tuvieron contundente réplica en los
documentos del Pontífice. Pero dichos documentos, importantísimos hitos
históricos, se referían a un momento concreto y tienen un valor
circunscrito a su época. La Quas Primas está escrita sub specie
aeternitatis.
No era la
primera vez que el Papa hablaba de la realeza de Cristo. En su primera
encíclica, fechada en 1925, había instituido la festividad de Cristo Rey
que ahora desarrolla con profundidad teológica y acierto de expresión.
Pero el Papa no se había inventado nada. Recogió lo que era profundo
sentimiento del Pueblo de Dios. Porque sería imposible, salvo milagro
especialísimo de Dios, que al año siguiente de la institución de la
festividad, ya estuviera muriendo un pueblo, el mejicano, con el grito
de ¡Viva Cristo Rey! en los labios.
Y ese
sentimiento popular procedía, no de devociones privadas o de palabras de
algún santo, sino de la mismísima palabra de Dios. Son innumerables los
pasajes de la Biblia que hacen referencia a la realeza de Nuestro Señor
Jesucristo.
Detengámonos
apenas en cuatro:
Daniel, 7,
13-14: “Seguía yo mirando en la visión nocturna y vi venir en las nubes
del cielo a un como hijo de hombre, que se llegó al anciano de muchos
días y fue presentado a éste. Fuele dado el señorío, la gloria y el
imperio y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su
dominio es dominio eterno que no acabará nunca, y su imperio, imperio
que nunca desaparecerá”.
Lucas, 1,
31-33: El ángel le dice a María: “y concebirás en tu seno, y darás a luz
un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo
del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y
reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”.
Apocalipsis,
19, 11-16: Vi el cielo abierto, y he aquí un caballo blanco, y el que le
montaba es llamado Fiel, Verídico, y con justicia juzga y hace la
guerra. Sus ojos son como llamas de fuego, lleva en su cabeza muchas
diademas, y tiene un nombre escrito que nadie conoce sino él mismo, y
viste un manto empapado en sangre
, y tiene por nombre Verbo de Dios. Le siguen los ejércitos
celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco, puro. De su
boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones, y Él las
regirá con vara de hierro y Él pisa el lagar del vino del furor de la
cólera de Dios todopoderoso. Tiene sobre su manto y sobre su muslo
escrito su nombre: Rey de Reyes, Señor de Señores”.
Por último, el
texto más conocido de Jesús ante Pilato, que encontramos en Mateo, 27,
11; Marcos, 15, 2; Lucas, 23, 3 y más extenso en Juan, 18, 33-38. El tú
lo has dicho a la pregunta de si era Rey.
De la
memorable encíclica de Pío XI quiero traer ante vosotros algunos
párrafos que me parecen de absoluta aplicación a nuestros días pese a
estar a punto de cumplir, el próximo ocho de diciembre de 2005, ochenta
años.
“Y si ahora ordenamos a
todos los católicos del mundo, el culto universal de Cristo Rey,
remediaremos las necesidades de la época actual y ofreceremos una eficaz
medicina para la enfermedad que en nuestra época aqueja a la humanidad.
Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado laicismo, sus
errores y sus criminales propósitos; sabéis muy bien, venerables
hermanos, que esta enfermedad no ha sido producto de un solo día, ha
estado incubándose desde hace mucho tiempo en las entrañas mismas de la
sociedad. Porque se comenzó negando el imperio de Cristo sobre todos los
pueblos; se negó a la Iglesia el derecho que esta tiene, fundado en el
derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, de promulgar
leyes y de regir a los pueblos para conducirlos a la felicidad eterna.
Después, poco a poco, la religión cristiana quedó equiparada con las
demás religiones falsas e indignamente colocada a su mismo nivel; a
continuación, la religión se ha visto entregada a la autoridad política
y a la arbitraria voluntad de los reyes y de los gobernantes. No se
detuvo aquí este proceso: ha habido hombres que han afirmado como
necesaria la sustitución de la religión cristiana por cierta religión
natural y ciertos sentimientos naturales puramente humanos. Y no han
faltado Estados que han juzgado posible prescindir de Dios, y han
identificado su religión con la impiedad y el desprecio de Dios. Los
amargos frutos que con tanta frecuencia y durante tanto tiempo ha
producido este alejamiento de Cristo por parte de los individuos y de
los Estados, han sido deplorados por Nos en nuestra encíclica Ubi
arcano, y volvemos a lamentarlos también hoy: la siembra universal de
los gérmenes de la discordia; el incendio del odio y de las rivalidades
entre los pueblos, que es aun hoy día el gran obstáculo para el
restablecimiento de la paz; la codicia desenfrenada, disimulada
frecuentemente con las apariencias del bien público y del amor de la
patria, y que es al mismo tiempo fuente de luchas civiles y de un ciego
y descontrolado egoísmo, que, atendiendo exclusivamente al provecho y a
la comodidad particulares, se convierte en la medida universal de todas
las cosas; la destrucción radical de la paz doméstica por el olvido y la
relajación de los deberes familiares; la desaparición de la unión y de
la estabilidad en el seno de las familias, y, finalmente, las
agitaciones mortales que sacuden a la humanidad entera. Nos albergamos
una gran esperanza de que la festividad anual de Cristo Rey, que en
adelante se celebrará, acelerará felizmente el retorno de toda la
humanidad a nuestro amantísimo Salvador. Sería, sin duda alguna, misión
propia de los católicos la preparación y el aceleramiento de este
retorno por medio de una activa colaboración; sin embargo, son muchos
los católicos que ni tienen en la convivencia social el puesto que les
corresponde ni gozan de la autoridad que razonablemente deben tener los
que alzan a la vista de todos, la antorcha de la verdad. Esta desventaja
podrá atribuirse tal vez a la apatía o a la timidez de los buenos, que
se retiran de la lucha o resisten con excesiva debilidad; de donde se
sigue como natural consecuencia que los enemigos de la Iglesia aumenten
en su audacia temeraria. Pero si los fieles, en general, comprenden que
es su deber militar con infatigable esfuerzo bajo las banderas de Cristo
Rey, entonces, inflamados ya en el fuego del apostolado, se consagrarán
a llevar a Dios de nuevo a los rebeldes e ignorantes y trabajarán por
mantener incólumes los derechos del Señor” (Q.P., 12)
¿Veis la
situación actual perfectamente reflejada en las palabras del Pontífice
con casi un siglo de antelación? Y, si cabe, tal vez empeorada en
nuestros días. Pienso que Pío XI no pudo ni imaginarse esa monstruosidad
a la que han querido llamar matrimonio homosexual. Ni ese inmenso
holocausto que constituyen millones y millones de criaturas asesinadas
en el vientre de sus madres, en ese que debía ser el recinto más
sagrado, más seguro, y que se ha convertido en una cámara de tortura de
los seres más inocentes. Lo demás, la destrucción de la familia por el
divorcio; los obstáculos o la anulación del derecho de los padres y de
la Iglesia a la enseñanza; el legislar como si Dios no existiera y, en
muchos casos, contra la existencia de Dios; el vivir sin Dios, contra
Dios; la persecución a la Iglesia y a los católicos; hacer del egoísmo
la última regla de conducta de los individuos y los pueblos... lo tenía
muy presente el Papa. Y para contrarrestar todo ello instituyó la fiesta
de Cristo Rey. Para significar al Pueblo de Dios, todos los años, de un
modo visible y solemne, la soberanía de Cristo sobre los individuos y
las naciones.
Sin embargo,
creo que podemos certificar el gran fracaso del Pontífice. La fiesta de
Cristo Rey no ha arreglado nada. Estamos incluso mucho peor de lo que
estábamos. ¡Cómo se equivocó Pío XI! ¡Qué remedio más inútil nos
propuso!
Posiblemente
un análisis superficial de los hechos nos llevaría a estas conclusiones.
Pero la fiesta de Cristo Rey no era un talismán mágico que resolviera
milagrosamente el pecado de la humanidad. El mismo Pontífice nos dice
que Cristo Rey exige la “activa colaboración” de los católicos. Y eso es
lo que no se ha producido. Y por ello tampoco lo que el Papa se proponía
con la instauración de la festividad.
Entiendo que
por dos motivos. El primero está clarísimamente expuesto en la
encíclica: “la apatía y la timidez de los buenos”. Los católicos, en
general, hablaremos después de notabilísimas excepciones, no secundaron
los designios del Papa. El segundo no lo expresa el Pontífice, pero me
parece también evidente: la apatía y la timidez de la Iglesia ante la
solemnidad de Cristo Rey. Ante Cristo Rey. Que en la inmensa mayoría de
los casos queda reducida a un domingo más, a una homilía más,
generalmente tan insulsa y poco motivante como la mayoría de las
homilías y, no pocas veces en las que hasta está ausente Cristo Rey y el
sentido de su fiesta.
Si los que
tienen que animar no animan y quienes, no sintiéndose animados, no
trabajan por el reinado de Cristo, el resultado no puede ser otro que el
que tenemos ante los ojos. Cada vez menos Cristo es Rey. O, mejor dicho,
cada vez menos vivimos, en este mundo, ese reino de verdad y de vida, de
santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Porque Él sigue
siendo, y lo será hasta la consumación de los siglos, el Rey del
Universo, el Rey de toda la Humanidad. Aunque no se note. Aunque no se
quiera reconocer. Lo es. Y algún día, no sabemos cuándo, le será
reconocido en gloria y majestad. La alternativa está en que nuestras
débiles fuerzas contribuyan a anticipar ese reinado, como hijos que
somos de ese Rey, o que, miserablemente, dejemos que eso ocurra, sin
nuestro concurso, por el poder infinito de Dios.
Y nosotros
somos los grandes perdedores pues viviremos sin verdad, sin vida, sin
santidad, sin gracia, sin justicia y sin amor. ¿O es que es vida el
aborto, verdad las uniones homosexuales, santidad los viajes turísticos
a los paraísos sexuales infantiles o la pederastia sacerdotal, gracia el
pecado instalado y no reconocido, justicia la corrupción política o el
hambre del Tercer Mundo, amor el divorcio, en el maltrato a las mujeres,
en los hijos educados, maleducados, al margen de la ley de Dios, y paz
en Irak, en Burundi, en Afganistán, en el Nueva York, el Madrid y el
Londres de los atentados, en el País Vasco, en Sudán, en Chechenia,
en...
Como muy bien
dice el Papa Pío XI “cuanto mayor es el indigno silencio con que se
calla el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias
internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la
proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación
y defensa de los derechos de su real dignidad y poder” (Q.P. 13). Y el
Papa une, con toda razón, la devoción, también hoy tan olvidada, al
Sagrado Corazón de Jesús, los Congresos Eucarísticos, el culto al
Santísimo Sacramento, la Adoración Nocturna, las solemnidades del
Corpus, con Cristo Rey (Q.P., 14). Si todo eso ha decaído tanto en la
devoción y el amor de los fieles, cómo no va a oscurecerse, hasta casi
desaparecer, la idea de que Cristo es Rey y de que todos debemos
entregar nuestros mayores esfuerzos para que su Reino se instaure cuanto
antes entre nosotros.
En estos días
en que se opaca a Cristo y su reinado ha habido, en cambio, otra
proclamación del “Reino”. De un reino revolucionario y marxista que
proclamaban los teólogos de la liberación. Pero ese Reino, que querían
instaurar curas y monjas, ciertos curas y monjas, ante un inmenso vacío
del pueblo fiel que nunca les ha seguido, y que los escasos seguidores
que tuvieron buscaban cualquier otra cosa salvo el reinado de Cristo,
sólo lo podían ver en la Cuba de Castro o en la Nicaragua del
sandinismo. Y en ese Reino Cristo no estaba. Sería el reino de Marx o de
la revolución. Pero no de Cristo. Y Cristo sigue sin estar en Cuba. Allí
no es Rey salvo en la catacumba de algunos hogares o tras las rejas de
algunas prisiones.
El Papa
refiere, como final de su encíclica, los beneficios que espera de la
institución de la fiesta de Cristo Rey:
“En efecto, el
solemne culto litúrgico tributado a la soberanía real de Jesucristo hará
recordar necesariamente a los hombres que la Iglesia, como sociedad
perfecta instituida por Cristo, exige, por derecho propio, e
irrenunciable, la plena libertad e independencia del poder civil, y que
en cumplimiento de la misión que Dios le ha encomendado, de enseñar,
gobernar y conducir a la eterna felicidad a todos los miembros del reino
de Cristo, no puede depender de voluntad ajena alguna. Y no sólo esto:
el Estado debe asimismo conceder idéntica libertad a las Órdenes y
Congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales son valiosos
auxiliares de los pastores de la Iglesia y excelentes cooperadores en el
establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la
observancia de los tres votos religiosos la triple concupiscencia del
mundo, ya profesando una vida de mayor perfección, en virtud
de la cual la santidad que el divino Fundador de la Iglesia dio a
ésta como nota característica brilla con un creciente y continuo
esplendor ante la vista de toda la humanidad” (Q.P. 19).
Y aquí se
equivocó el Papa. Ya lo he dicho en un párrafo anterior al señalar las
razones por las que esta solemnidad justísima, necesarísima, no ha dado
todos los frutos que el Papa se prometía y que, lógicamente, debían
derivarse de la celebración de Cristo Rey.
Las Órdenes y
Congregaciones de ambos sexos valiosos auxiliares de los obispos,
excelentes cooperadores en el establecimiento y propagación del reino de
Cristo, combatiendo con la observancia de sus votos religiosos la triple
concupiscencia del mundo, profesando una vida de mayor perfección por la
que la santidad de la Iglesia brilla con un creciente y continuo
esplendor ante la vista de todos.
¿Sí? ¿Dónde?
Bien sé que quienes amablemente me escucháis tenéis la dicha de observar
ese canto que Pío XI hace a la vida consagrada en los religiosos y
religiosas que os dirigen y os acompañan en el camino de la salvación
eterna. Pero todos habéis comprobado, con inmenso dolor, que esas
palabras, hoy, sólo pueden aplicarse a una parte reducida de los
religiosos y las religiosas. Lo que en los días del Pontífice de la Quas
Primas era de aplicación general a los consagrados y las excepciones
eran tan mínimas que ni valía la pena hacer mención de ellas, hoy,
desgraciadamente, son la regla general.
¿Valiosos
auxiliares de los obispos? ¿Cuándo la mayor parte de los contestatarios,
de los disidentes, de los críticos, de los refractarios a este Papa y al
anterior son religiosos y religiosas?
¿Excelentes
cooperadores en el establecimiento y propagación del reino de Cristo?
¿Cuándo tantos vemos que no pocos parecen querer y propagar el reino de
Belial? Es lamentablemente escasísimo el entusiasmo clerical por Cristo
Rey en nuestros días. Pero en los religiosos, con contadas excepciones,
es nulo. Os voy a referir una anécdota que puede parecer tiene escasa
importancia, pero yo creo que tiene mucha más de la que aparenta. Y que
viene como anillo al dedo. Una congregación religiosa, dejada como
tantas otras de la mano de Dios, publicaba una revista piadosa que era
acogida en muchísimos hogares, humildes no pocos, con entusiasmo
agradecido. No era un hito intelectual como Razón y Fe, La Ciencia
Tomista o La Ciudad de Dios pero desempeñaba un papel magnífico de
difusión de piedad, cultura religiosa sencilla, amor a Cristo y a su
Iglesia y anhelos de santidad. Más humilde, pero en línea de lo que fue
la jesuítica El Mensajero del Corazón de Jesús, del que tanto también se
podía hablar. Se llamaba Reinado Social. Tanto la una como la otra
estaban perfectamente en línea con los deseos de Pío XI al instaurar la
festividad a la que nos venimos refiriendo. Y, en esta última, hasta el
nombre se inscribía totalmente en la Quas Primas. Pues, como tantas
otras de sus colegas ha decidido reformarse, modernizarse. Y, además, no
aprenden. Todas las reformadas o han desaparecido, como aquella gran
revista de los claretianos que se llamó Ilustración del Clero, o mal
sobreviven en la ruina económica sin que ya las lea nadie. Pues, a
nuestra revista. Acaba de modernizarse. Ahora se llama 21rs. El 21 muy
grande y el resto en unas minúsculas pequeñitas y casi desapercibidas.
Creo que no es necesario deciros que el resto es lo que queda del
Reinado Social.
Y ¿qué
vamos a decir de la observancia de los votos religiosos? ¿Obediencia?
¿Dónde? ¿A quién? ¿Pobreza? De palabra, todo. Los pobres, la opción
preferencial por los pobres, el servicio a los pobres... Pero, en la
realidad, lo que yo he visto pobre, con los pobres, ha sido a Juan de
Dios, a Pedro Claver, a las Hijas de la Caridad de Vicente de Paúl, a
Sor Ángela y sus hermanitas, a Teresa Jornet y también sus hermanitas de
los Ancianos Desamparados, a Teresa de Calcuta, a las Siervas de Jesús y
de María... Del tercer voto no voy a hablar. Es muy íntimo, muy
personal, muy secreto. Quiero pensar que es el mejor cumplido. Aunque
también habrá quien piense que a la vista de cómo se cumplen los otros
dos, tampoco
Yo creo, y me
encantaría equivocarme, que hoy la santidad de la Iglesia no se
manifiesta en sus órdenes y congregaciones religiosas de las que Pío XI
tanto esperaba. Y claro que era lógico esperarlo.
Por supuesto que lo que
os he dicho tiene, gracias a Dios, múltiples excepciones. En
congregaciones nuevas, en movimientos apostólicos, en ejemplares
religiosos y religiosas que, ante el suicidio de sus instituciones,
mantienen una meritorísima fidelidad a su carisma y a sus votos. Y,
claro está, a Cristo Rey. Jesuitas, dominicos, franciscanos,
claretianos... excelentes. E incluso santos. En situación muy difícil.
Postergados, arrinconados, vejados. Serán sin duda quienes salvarán a
sus órdenes y congregaciones. Los justos por los que Dios preguntaba a
Lot. Los hay. Ellos conseguirán, de quien es rico en misericordia, la
salvación de lo que nunca se debió dejar arruinar. Donde estén, si los
encontráis, sostenedlos, apoyadlos, animadlos. Porque la Iglesia
necesita a sus religiosos. Y, cuando no cuenta con ellos la situación es
pésima.
Y continúa el
Papa: “La celebración anual de esta fiesta recordará también a los
Estados que el deber del culto público y de la obediencia a Cristo no se
limita a los particulares, sino que se extiende también a las
autoridades públicas y a los gobernantes; a todos los cuales amonestará
con el pensamiento del juicio final, cuando Cristo vengará terriblemente
no sólo es destierro que haya sufrido de la vida pública, sino también
el desprecio que se le haya inferido por ignorancia o malicia. Porque la
realeza de Cristo exige que todo el Estado se ajuste a los mandamientos
divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en la
administración de la justicia y, finalmente, en la formación de las
almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres”
(Q.P. 20).
Este párrafo
de Pío XI nos demuestra hasta donde hemos caído. Hoy, ni el mejor de
nuestros obispos se atrevería a repetir las palabras del Papa. Qué se
respeten nuestras conciencias como se respeta la de cualquier otro, que
se reconozcan los derechos de los padres, que la democracia debe amparar
a todo el mundo por peregrinas que sean sus ideas... Yo he pensado más
de una vez que nuestra situación es como la de esos indios de la
Amazonía brasileña que sobre el papel se dice que deben ser conservados
pero que todos sabemos que sus días están contados. Como si estuviéramos
esperando a que se muera el último.
Pero esas
pobres tribus, incapaces de sobrevivir en la modernidad, son unos
cientos, o unos miles de personas. No pueden hacer otra cosa que morir
lentamente, o aceleradamente. Por muy lamentable que sea. Nosotros somos
millones. Y nos dejamos llevar a una situación parecida. Claro que hay
responsabilidad de nuestros obispos y de nuestros sacerdotes. Pero hay
también una ciertísima responsabilidad nuestra al no saber defender
nuestros derechos que además son los derechos de Dios.
De cesión en
cesión, de entrega en entrega, de cobardía en cobardía, de traición en
traición, ni creemos en Cristo Rey ni en nosotros mismos. Ay si los
católicos dijeran que en España no hay aborto, ay si todos ellos no
permitieran que se llame matrimonio a las uniones homosexuales, ay si
todos ellos exigieran que en los colegios y en los Institutos se
enseñara la religión católica, por supuesto que respetando a aquellos
padres que no la quisieran para sus hijos. Y que se enseñara de verdad,
no como una opción sin valoración académica y cuya alternativa fuera el
parchís o las pellas. No habría político que se manifestara en contra de
la religión o, si lo hiciera, no pasaría de ser el líder de una minoría
política.
Tenemos lo que
el catolicismo español se merece. Pero la culpa de ello no es ajena. Lo
hemos conseguido a pulso. Y las responsabilidades son nuestras.
Exclusivamente nuestras. Aunque las compartan obispos, sacerdotes y
seglares.
Concluyamos
con el Papa, cuya autoridad es sin duda muy superior a la nuestra: “Es,
además maravilloso el cúmulo de energías que de la meditación de estas
realidades podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las
normas genuinas de la vida cristiana. Porque si a Cristo Nuestro Señor
le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres,
por haber sido redimidos con la sangre de Cristo, están sometidos por un
nuevo título a su autoridad; si, finalmente, este poder abarcar toda la
naturaleza humana, es evidente que no existe en nosotros facultad alguna
substraída a tan alta soberanía. Es, por tanto, necesario que Cristo
reine en la inteligencia del hombre, la cual, con una perfecta sumisión,
debe asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la
doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual debe
obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el
corazón, el cual, posponiendo los afectos naturales, debe amar a Dios
sobre todas las cosas y adherirse exclusivamente a Él; es necesario que
reine en el cuerpo y en sus miembros, los cuales como instrumentos, o,
según expresión del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios,
deben servir para la santificación interior del alma. Si todas estas
verdades se proponen a la meditación y a la profunda consideración de
los fieles, es indudable que estos podrán alcanzar con mucha mayor
facilidad las cimas más altas de la perfección. Haga el Señor,
venerables hermanos, que todos los que se encuentran fuera de su reino
deseen y acepten el suave yugo de Cristo; que todos los que por su
misericordia somos ya súbditos e hijos suyos llevemos este mismo yugo,
no de mala gana, sino con gusto, con amor, con santidad; y que nuestra
vida ajustada siempre a las leyes del reino divino, recoja una abundante
mies de excelentes frutos; y, considerados por Cristo como siervos
buenos y fieles, lleguemos a ser con Él participantes, en el reino
celestial, de su eterna felicidad y gloria” (Q.P. 21).
Ojalá estas
últimas palabras del Papa despierten nuestras adormecidas conciencias y
nos convirtamos en armas de justicia para Dios, en servicio de su divino
Hijo, Cristo Rey, y no en esta especie de perros mudos, de vírgenes
necias, de pedros negadores. Y Pedro negó tres veces. Nosotros estamos
negando todos los días de la vida. Negando a Cristo Rey. Y ¿qué
servidores somos del Rey celestial si somos los primeros que no creemos
en su soberanía? O que, ¿si creemos, lo hacemos con tal debilidad que no
movemos un dedo para instaurarla?
En ello somos
doblemente traidores a Cristo Rey. Porque le traicionamos a él y
traicionamos a nuestros padres que quisieron y supieron morir por Él.
Por Cristo Rey. Os hablo en Cataluña. Soy gallego. Y español. Yo no creo
que exista la Iglesia de Cataluña. O la Iglesia de Galicia. O la Iglesia
de España. Sólo creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El
Credo que profeso, y en el que por la misericordia de Dios espero morir,
no me habla de la Iglesia de Cataluña, ni de la de Galicia, ni de la de
España. Para Dios, no existen. Pues, para mí, no existen. Hoy estoy en
Cataluña. Y estoy en mi Iglesia en Cataluña. Y si mañana estuviera en
Moscú y me acercara a una iglesia, estaría en mi Iglesia en Moscú. No en
la Iglesia de Moscú. Como si no fuera nada mía. Porque nada de lo de
Moscú es mío.
No os
alarméis. No voy a hablaros de nacionalismos o de estatutos. Que me
preocupan muy poco. Quiero seguir hablándoos de Cristo Rey. Y, ¿a qué
viene este exordio geográfico? Lo entenderéis enseguida. Podría parecer,
por lo que os he dicho hasta ahora, que la iniciativa de Pío XI fue un
monumental fracaso. ¡Si hoy estamos mucho peor que cuando el Papa
promulgó su encíclica! Sin embargo, esa encíclica, ha llenado a la
Iglesia de gloria y al cielo de santos. Miles y miles de santos. Muchos
de ellos ya en los altares. No es una afirmación gratuita de quien os
habla. Es una declaración oficial de la Iglesia.
Al año de la
encíclica comenzó el martirio de la Iglesia en Méjico y a los diez años
se consumó el martirio de la Iglesia en España. Os hablo en cifras
redondas, sin tener en cuenta meses y días. Y curiosamente ese martirio
tuvo una única voz. ¡Viva Cristo Rey!.
No me lo puedo
explicar, aunque quizá tenga alguna explicación que desconozca. En
Jalisco, en Guanajuato, en la Mancha y en Valencia, en esta Cataluña,
verdaderamente tierra de santos, sólo se escuchó ese grito, sólo se
pronunció esa oración: ¡Viva Cristo Rey!
Os hablaba al
comienzo de esta charla de la exposición toledana sobre Isabel la
Católica. Hay en ella tres rostros de Cristo, pintados por Bouts,
estremecedores. Está en ellos reflejado todo el dolor del mundo. Todo el
dolor por los pecados del mundo que Cristo, Ecce Homo, iba a redimir con
su pasión y muerte. Uno de esos cuadros está en la exposición sub
conditione. Mientras no se ponga en peligro de muerte una de las
carmelitas descalzas del convento de Toledo. Porque todas ellas, desde
su fundación, mueren abrazadas a ese rostro de Cristo. Todas. Es lo
último que contemplan y que besan al despedirse de este mundo para pasar
a ver, ya no en representación sino en verdad, en verdad gloriosa y
resucitada, a Aquel con quien se habían desposado. Pues, como ese cuadro
toledano, que miles de monjas estrecharon al morir, fue el grito de
¡Viva Cristo Rey! Miles y miles de católicos murieron –no, no es cierto,
las carmelitas morían, estos eran asesinados- con esa profesión en los
labios y en la seguridad de que el Rey, ese Rey por quien morían, cuyas
batallas peleaban, les iba a recibir inmediatamente, apenas instantes
después de pronunciar su santo nombre, su real nombre, con los brazos
abiertos para darles un apretado abrazo. Y yo nunca sé, porque de Dios
nunca se sabe casi nada, pues nuestras pobre mentes son incapaces de
comprender tanto amor, tanta presencia, tanto darse, si esa túnica roja,
resplandeciente –el Expolio del Greco es seguramente la mejor
representación de la misma que pincel humano haya podido imaginar-, es
el rojo de su sangre santísima o el rojo de la sangre de tantos mártires
a los que abrazó con ternura infinita porque habían muerto por Él.
No se entiende
bien como, nada más publicarse la encíclica, todos los mártires, o un
número notabilísimo de ellos, murieron con ese santo nombre en los
labios. ¿Qué sabían de reyes los mejicanos? Si hacía más de cien años
que habían perdido al último rey porque lo de Maximiliano fue un
episodio verdaderamente efímero y sin mayor trascendencia en aquella
nación. Tampoco los mártires de España, con su último rey mucho más
cercano, tenían un especial apego a los representantes humanos de la
monarquía. Era otro su Rey, aquel Rey por el que morían. Un Rey que no
se convierte en gusanos. Un Rey que les esperaba para recompensar toda
la eternidad el sacrificio de sus vidas.
¿Fue eco y
consecuencia de la encíclica de Pío XI? No lo sé. Me cuesta trabajo
creer que en tan breve tiempo hubiera arraigado tanto. Pero hay algo
absolutamente cierto. La Quas Primas debe ser la única encíclica que no
está firmada sólo por el Papa. Miles de católicos mejicanos y españoles
la rubricaron con su sangre. Con su sangre martirial. Creo que es un
motivo más para venerarla todos los católicos de todos los siglos. La
encíclica sobre Cristo Rey es la encíclica de los mártires de Cristo
Rey. Es la encíclica del amor y de la sangre, de la gloria y el honor.
No creo que haya otra más celestial. Porque en el cielo está el trono de
ese Rey y porque el cielo está lleno de los que murieron por ese Rey.
Confesando a ese Rey. Gritando ¡Viva Cristo Rey!
Y ahora os voy
a pedir un perdón. Estoy en Cataluña. He dicho que tierra de santos. Al
menos hasta anteayer. Creo que alguna vez os hablé de ellos. Tierra de
mártires. Gloriosa tierra de mártires en los años romanos y en 1936. Ya
están no sé cuántos en los altares. Los últimos, de Urgel. Y vienen más
de doscientos de Tortosa. Y muchos de Barcelona. Y los de Vich. Y los de
Lérida. Y los de Gerona. Y los de Solsona. Y los de Tarragona. Y los
tres obispos. Y...
Pues no voy a hablaros
en este momento de tanto heroísmo, de tanto amor, de tanta sangre, de
tanto cielo. Sobrarán días y, si no lo hago yo, lo harán otros. Porque
de los mártires de Cataluña, de vuestros mártires, se hablará por los
siglos de los siglos. Hasta que estos se acaben. Y una vez concluidos se
seguirá hablando en el cielo.
Voy a
referirme a quienes fueron los primeros en el grito y en el amor. No voy
a decir que en el cielo porque allí seguro que todos son iguales. Pero
fueron los que antes llegaron. Y la gloria se llenó de inditos. Y no
falta quien asegura que uno de ellos al ser abrazado amorosamente por
Cristo hasta le dijo aquello de Andalé...
Méjico, como
España, fue una nación ejemplar en su catolicismo. Desatada la
persecución masónica los obispos decretaron el interdicto nacional ante
las leyes inicuas de Plutarco Elías Calles, suprimiéndose el culto
público en toda la República de Méjico. No conocemos medida semejante en
ninguna otra parte del mundo. Y la respuesta del pueblo católico
mejicano fue admirable, privados de la Eucaristía y de los sacramentos,
sin misas ni entierros católicos, los altares sin manteles y todos los
sagrarios de la nación vacíos y con sus puertas abiertas, en silencio
todas las campanas..., los católicos mejicanos acudían a sus Iglesias
sin Santísimo a rezar el Rosario y a llorar sus pecados. El pueblo
estaba de luto y así se comportó, las fiestas cesaron, la tristeza era
general, los ayunos se sucedían, hasta los mismos niños se negaban a
jugar porque Dios se había ido de sus vidas. Aunque yo bien creo que
estaba más presente que nunca en sus vidas y en su patria.
En agosto de
1926, con motivo del asesinato del cura de Chalchihuites y de tres
seglares, tiene lugar en Zacatecas el primer alzamiento armado: “ esos
hombres no vieron que el Gobierno tenía muchísimos soldados, muchísimo
armamento, muchísimo dinero pa’hacerles la guerra; eso no vieron ellos,
lo que vieron fue defender a su Dios, a su Religión, a su Madre que es
la Santa Iglesia, eso es lo que vieron ellos. A esos hombres no les
importó dejar sus casas, sus padres, sus hijos, sus esposas y lo que
tenían; se fueron a los campos de batalla a buscar a Dios Nuestro Señor.
Los arroyos, las montañas, los montes, las colinas, son testigos de que
aquellos hombres le hablaron a Dios Nuestro Señor con el Santo Nombre de
Viva Cristo Rey, Viva la Santísima Virgen de Guadalupe, Viva Méjico. Los
mismos lugares son testigos de que aquellos hombres regaron el suelo con
su sangre y, no contentos con eso dieron sus mismas vidas por que Dios
Nuestro Señor volviera otra vez. Y viendo Dios Nuestro Señor que
aquellos hombres de veras le buscaban, se dignó venir otra vez a sus
templos, a sus altares, a los hogares de los católicos, como lo estamos
viendo ahorita, y encargó a los jóvenes de ahora que si en lo futuro se
llega a ofrecer otra vez que no olviden el ejemplo que nos dejaron
nuestros antepasados”. Es el testimonio que años después dio uno de
aquellos cristeros, Francisco Campos, campesino de Santiago Bayacora en
el Estado de Durango.
El pueblo
católico mejicano alzado en guerra por su Dios y por su Virgen. Cristo
Rey y la Guadalupana. La diferencia de fuerzas, de medios, era
impresionante. El ejército cristero se proveía de las armas que
arrebataba a los federales y de las municiones que conseguía de sus
enemigos muertos en combate. Era muy frecuente el ver tras un cristero
que disparaba su fusil, ahorrando la escasa munición, otro desarmado
dispuesto a tomar el fusil si su compañero caía herido o muerto.
La diferencia
de número y pertrechos lo suplía el espíritu. “Los federales, malos
jinetes, era peores soldados, que disparaban de lejos, gastaban mucha
munición, perdían las armas con facilidad, y no conocían bien el terreno
por donde andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características
de lucha eran las contrarias, les infligieran tantas bajas”. Y así iba
transcurriendo la guerra,
sin que el ejército cristero lograra una victoria definitiva pero
también sin que el ejército federal consiguiera derrotarle cuando
tuvieron lugar los “mal llamados Arreglos” de 1929, protagonizados por
los obispos Ruiz y Flores y Díaz y Barreto, que constituyeron una
verdadera traición a los valientes cristeros y a todo lo que
significaron. Pero, si les abandonaron miserablemente, ellos no
abandonaron a Dios. Y así como salieron al campo de batalla en defensa
de la Iglesia aceptaron la paz que ésta les imponía aun a sabiendas que
ello iba a ser la muerte, el asesinato, de muchos.
El general en
jefe de aquel ejército de héroes, Jesús Degollado Guisar, dicta su
última orden, que concluye así:
“La Guardia
Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en
realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los primeros, el
fruto glorioso de sus sacrificios y abnegación. ¡AVE CRISTO! Los que por
Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a la muerte gloriosa,
víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores,
te saludamos y, una vez más, te aclamamos.
REY DE NUESTRA PATRIA,
¡VIVA CRISTO REY!
¡VIVA SANTA MARÍA DE GUADALUPE!
Dios, Patria y Libertad”
El “tal vez a
la muerte gloriosa” que decía el jefe de los cristeros no era una
posibilidad. Era en el general un certeza aunque no quisiera, en aquel
día triste anunciar a sus valientes la certeza del martirio. Tras aquel
miserable arreglo, vergüenza eterna de dos obispos, fueron asesinados
mil quinientos cristeros que habían depuesto disciplinadamente las
armas. Quinientos de ellos jefes, de teniente a general, de aquel
hermoso y glorioso movimiento que llevaba en el nombre y, sobre todo en
el corazón, el nombre de Cristo. En verdad fueron los soldados de Cristo
Rey. y así serán recordados, hasta el fin de los siglos, por el mundo y
por la Iglesia.
Dos obispos
miserables no pueden ocultar tanta gloria eclesial. Y no sería justo
olvidar que hubo otros obispos que rehusaron desterrarse y ocultos en
los montes siguieron al lado de su pueblo, padeciendo mil privaciones y
jugándose la vida. Y más de un seglar fue asesinado por no revelar el
paradero de su pelado como le exigían sus torturadores.
Los héroes de
Cristo Rey. Como lo serían también miles y miles de españoles que con
ese santo nombre en los labios fueron asesinados muy poco tiempo
después. En otra gesta gloriosísima que aconteció en nuestra patria en
1936. Seríamos miserables, tan miserables como aquellos obispos de los
Acuerdos, si olvidáramos su muerte. Si no fuéramos dignos de ellos.
Se ha hecho
famoso un corrido mejicano, estremecedor, emocionante, que yo no soy
capaz de oír sin que se me ponga el vello de punta y que os recomiendo a
todos como oración a aquellos mártires. Os leeré la letra aun a
sabiendas de que no es como oírlo cantado:
El martes me
fusilan A las 6 de la
mañana. Por creer en
Dios eterno Y en la gran
Guadalupana. Me encontraron
una estampa De Jesús en el
sombrero. Por eso me
sentenciaron Porque yo soy un
cristero. Es por eso me
fusilan El martes por la
mañana. Matarán mi
cuerpo enfermo Pero nunca,
nunca mi alma. Yo les digo a
mis verdugos Que quiero me
crusifiquen Y una ves
crusificado Entonses usen
sus rifles. Adiós sierras de
Jalisco, Michoacán y
Guanajuato. Donde combatí al
Gobierno Que siempre
salió corriendo. Me agarraron, de
rodillas, Adorando a
Jesucristo. Sabían que no
había defensa En ese santo
recinto. Soy labriego por
herencia, Jalisciense de
naciencia. No tengo más
Dios que Cristo Por que me dio
la existencia. Con matarme no
se acaba La creencia en
Dios eterno. Muchos quedan en
la lucha Y otros que
vienen naciendo. Es por eso me
fusilan El martes por la
mañana.
Se oye
una voz que dice: Pelotón: Preparen. Apunten. Fuego. Y otra distinta que
grita: ¡VIVA CRISTO REY!
Y un sonido,
como de descarga de fusilería, concluye la canción.
Creo que el
sentimiento popular ha recogido perfectamente, exactísimamente, lo que
fue la gesta cristera. La de los santos soldados mejicanos por Cristo
Rey.
Acostumbrados
a juzgar por los pobres criterios humanos habrá quien piense en el
inmenso fracaso del movimiento cristero. Pero Dios escribe derecho con
renglones torcidos. Y hoy, pese a todas las persecuciones, pese a todas
las derrotas, pese a todos los muertos, o seguramente por ellos, Méjico
es la nación más católica de Hispanoamérica. Seguramente, con Polonia,
la nación más católica del mundo. Me duele decirlo. No por Méjico y
Polonia, ciertamente. Por nuestra España. Porque durante siglos fuimos
más católicos que nadie. Fuimos la nación de Dios. El pueblo elegido.
Quiero creer que Dios misericordioso, cuyos ojos parece haber apartado
hoy de este pueblo que fue suyo como nadie, pese a nuestros pecados,
volverá a mirarnos con amor. Toda una historia, y miles de mártires que
hace setenta años llegaron al cielo con el nombre de Cristo Rey en los
labios, pues su nombre fue lo último que pronunciaron en este mundo,
harán que este pueblo, hoy deicida, vuelva al amor a Cristo Rey. A lo
que le hizo grande en la historia. A lo que le hizo pueblo. A lo que le
hizo patria.
Hace
exactamente una semana, y precisamente en nuestra aguada conmemoración
de la festividad de Cristo Rey, nuestra Santa Madre Iglesia ha
reconocido oficialmente como beatos a trece mártires cristeros. No son
los primeros. Ya teníamos santos cristeros. Ahora vienen trece más. Y no
serán los últimos. Diez seglares y tres sacerdotes. Mártires de Cristo
Rey. Y en Cataluña, tierra de santos, tierra de mártires, tan olvidada
hoy de Dios, tengo la satisfacción de decir que uno de los beatificados
ha pasado a engrosar la inmensa lista, la santa lista, de los catalanes
que están en los altares. Porque Andrés Solá y Molist, asesinado en
Méjico en 1927, había nacido el 7 de octubre de 1895 en la masía Can
Vilarrasa, municipio de Taradell, diócesis de Vich, provincia de
Barcelona.
Me estoy
haciendo muy largo. Y ya os dije que no iba a hablar de los mártires de
Cristo Rey en España. Necesitaría no horas, días, meses, y aun sería
poco. Voy a referirme solamente, y rápidamente, a los últimos trece
beatos mejicanos, uno de ellos catalán. Admirables todos, mártires
todos, pero hay uno especialmente encantador: José Luis Sánchez del Río.
Lo mataron a los catorce años. Apenas un niño. Que salvaría la vida
simplemente con renegar de su fe. Estaba en la cárcel, esperando la
ejecución, y desde la calle se le oía cantar: “Al cielo, al cielo quiero
ir”. Le cortaron las plantas de los pies y le obligaron a caminar
descalzo, hasta el cementerio. En el suelo quedó la huella ensangrentada
de sus pies. Y hasta allí llegó gritando ¡Viva Cristo Rey y Santa María
de Guadalupe! Los verdugos, antes de acabar con él le preguntaron si
quería algo para su padre. Y él les respondió: Sí, que nos veremos en el
cielo.
Anacleto
González Flores es seguramente el más famoso. Seglar distinguido en
actividades apostólicas, fue asesinado a los 38 años. Murió gritando,
con sus compañeros de martirio: Yo muero, pero Dios no muere. ¡Viva
Cristo Rey! En sus últimos momentos compuso una hermosa oración que aún
siguen rezando, después del rosario, las familias cristeras: "¡Jesús
misericordioso! Mis pecados son más que las gotas de sangre que
derramaste por mí. No merezco pertenecer al ejército que defiende los
derechos de tu Iglesia y que lucha por ti. Quisiera nunca haber pecado
para que mi vida fuera una ofrenda agradable a tus ojos. Lávame de mis
iniquidades y límpiame de mis pecados. Por tu santa Cruz, por mi Madre
Santísima de Guadalupe, perdóname, no he sabido hacer penitencia de mis
pecados; por eso quiero recibir la muerte como un castigo merecido por
ellos. No quiero pelear, ni vivir ni morir, sino por ti y por tu
Iglesia. ¡Madre Santa de Guadalupe!, acompaña en su agonía a este pobre
pecador. Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico
en el cielo sea ¡Viva Cristo Rey!". Luis Padilla apenas tenía 27. Como
Jorge Vargas. Ramón Vargas, su hermano, acababa de cumplir los 22. Y
como Jorge le comunicara su dolor por no poder comulgar antes de morir,
este joven le contestó: “No temas, si morimos nuestra sangre limpiará
los pecados”. Ezequiel y Salvador Huerta eran mayores, tenían 10 y 11
hijos. Ambos de la Adoración Nocturna. Aquí, donde tantos practicáis esa
hermosa práctica de la piedad cristiana, encomendaos especialmente a
ellos. Luis Mañaga, también adorador nocturno, aún no había cumplido los
26 años. Miguel Gómez Loza dejaba tres hijas.
Estaban
verdaderamente convencidos de que “la vida es Cristo y la muerte una
ganancia”. Y el mismo día de su martirio, instantes después de su
muerte, escucharon de Cristo Rey aquellas hermosas palabras: “Venid,
benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo”.
Concluyo.
Llamándoos a la responsabilidad. A vuestra responsabilidad cristiana.
Serán duros los días y arduos los trabajos. Más duros y más arduos
fueron los de nuestros mártires. Los de los mártires de Cristo Rey. Los
de los mártires por Cristo Rey. Ellos nos han dado el ejemplo y nos
señalan el camino. El del amor. A Cristo, Rey, y a su santísima Madre.
Si amamos, como ellos, nuestra será la victoria. Yo no sé si en este
mundo, que eso sólo lo sabe Dios. Pero os la aseguro en el cielo. Y esa
es la verdaderamente importante.
Que un día,
tomando posesión del Reino que el Padre nos tiene preparado desde la
eternidad podamos recibir, sin avergonzarnos, el estrecho abrazo de los
miles y miles de mártires de Cristo Rey. Y si no llevamos, entre las
manos, la palma del martirio, que al menos nuestra conducta nos haga
dignos de poder considerarnos compañeros de los mártires por haber
combatido también bajo las banderas de Cristo Rey.
La alternativa
es simple. Con los héroes o con los cobardes. Os deseo, y os animo, la
del honor. La de nuestro honor, la del honor de Dios, la del honor de
Cristo Rey. Que así sea. Francisco José Fernández de la Cigoña
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