CRISTO REY

 

    No parecen estos, días para conmemorar a Cristo Rey. Aunque el pasado domingo celebráramos su fiesta litúrgica. Cristo expulsado de una sociedad que se jacta de su secularización, que parece vivir feliz olvidada de Cristo. Porque es un recuerdo molesto de que esos placebos que los hombres se han buscado no son tales, sino que encierran gravísimas amenazas para la sociedad y para el hombre mismo. Divorcio, aborto, sexo discrecional, uniones homosexuales –no seré yo quien las llame matrimonio-, malos tratos en la familia... parecen haber expulsado a Cristo de la sociedad. No te necesitamos ni a Ti ni a tus leyes. Y el resultado no puede ser peor.

    Y, ¿Rey? ¿En tiempos en que la Monarquías se suicidan en el deshonor? No seré yo quien afirme que los reyes de la historia, salvo contadísimas excepciones, fueran paradigmas de virtud. Pero eran días sin medios de comunicación social, sin periódicos radios y televisiones, en los que el monarca era más una idea que una realidad en la vida de sus súbditos. La inmensa mayoría de ellos no le veía nunca, ni siquiera en imagen, y si sabían como se llamaba era porque su nombre se pronunciaba en las misas. Aunque fuera en latín. Y posiblemente el latín añadiera solemnidad a aquel nombre que se decía. Y nada menos que en la misa.

    Hoy, si pensamos en Inglaterra, o en Noruega, o en Dinamarca, o en Mónaco –sí, y también en ese lugar donde estáis pensando- se nos puede hacer muy cuesta arriba la conmemoración de Cristo Rey. Cristo ¿Rey? Olvidaros de esas caricaturas de reyes que no tienen nada que ver con esta gran fiesta de la Iglesia. Hace apenas una semana estaba en Toledo. En la catedral primada. Refulgente tras su última limpieza. En una exposición que se llamaba Ysabel. Ante tanta belleza, tanta grandiosidad, tanto arte... ya se podía entender mejor lo de Cristo Rey. Los reyes de la tierra levantaban aquel prodigio para el Señor del Cielo. Para el único que ellos tenían por su Rey. Los demás eran sus vasallos, sus súbditos. Salvo contadísimas personas en el mundo que eran sus iguales. El prodigio de la catedral y el prodigio de la custodia de Arfe, una catedral en miniatura, para pasear por las calles de la ciudad al Rey de Reyes y Señor de los Señores, sacramentado.

    No levantó la catedral quien fuera la más excelsa de todos nuestros monarcas. La que por antonomasia es la Reina Católica. Pero allí está su huella y la de sus cardenales Mendoza y Cisneros. Casi como para pensar que a grandes Reyes correspondían grandes cardenales y a los de hoy Tarancones y Jubanys. Y dejadme que os hable más de Reyes en días de reyes tan descaecidos. Porque, analógicamente, que es sólo como podemos referirnos a Dios en nuestro pobre lenguaje y en nuestro pobre entendimiento, necesitamos mediaciones. Esas mediaciones que tanto irritan a los progresistas de hoy. Necesitamos representar a Dios Padre, a Dios Hijo, y hasta Dios Espíritu Santo. En figuras que no tienen nada que ver con ellos, salvo Jesucristo, que fue tan hombre como nosotros, en su naturaleza humana igual que nosotros, salvo en el pecado.

    Creo que sería imposible amar a la Santísima Virgen María si cada uno de nosotros no la estuviera viendo en las representaciones de su devoción. La que sea. Cada cual, en la suya, o en las suyas. Pues esa mediación levantaba ermitas, iglesia y catedrales. Y cuando se sublimaba, alguna salía como la de Toledo. Los reyes y las catedrales. Que levantaban para el mayor de los Reyes. Sus palacios no eran nada en comparación con sus iglesias. Apenas queda alguno y los que quedan son insignificantes al lado de los templos. Ninguno de nuestros reyes medievales, aun de los peores, que los hubo, quisieron su casa con mayor lujo que la de Dios. Es que no había ni comparación posible.

    El quinto centenario de nuestra gran reina, de la más excelsa de nuestros monarcas, ha pasado prácticamente desapercibido. La Católica tiene que resultar molesta a los reyes de hoy, esos reyes que firman divorcios, abortos y uniones homosexuales. Y a los políticos de hoy. Hay que agradecer al arzobispo de Toledo la que debió ser casi la única conmemoración, con la celebrada en Medina del Campo, de los quinientos años de la muerte de aquella gran mujer, de aquella gran hija de la Iglesia, de aquella gran reina y de aquella gran santa, aunque esto último todavía no haya sido reconocido oficialmente por la Iglesia. Y no me estoy apartando del tema que me habéis encomendado para que os hable. Es que tenía que hablaros, necesariamente, de otros reyes. Si no, no entenderíais nada.

    Alfonso el Casto, Fernando el Santo, Isabel, el primero de nuestros Carlos y el segundo de los Felipes, Luis de Francia, Isabel de Portugal, la Rainha Santa, que era infanta de Aragón, Canuto, Eduardo el Confesor, la otra Isabel, Esteban, Carlos el último emperador de Austria... Cristo Rey. Rey como esos. No como esos. Mucho más Rey que esos. Mucho mejor Rey que esos. Por separado y todos juntos. Pero hay que volver a nuestras miserables mediaciones y analogías. Lo mejor que se produjo, dentro de lo más grande del mundo, pues eso es lo que llamamos a Cristo. Rey.

    Pío XI tuvo la idea de instituir la fiesta en una encíclica admirable: la Quas Primas del 5 de septiembre de 1926. Ya llevaba cuatro años de Papa y, salvo error por mi parte, es su primer gran documento. Ciertamente no sería el último. Es equivocado pensar que León XIII fue el Papa de las inmensas encíclicas. Que lo fue. Y al decir inmenso no me estoy refiriendo, naturalmente, a la extensión sino al contenido. Pío XI no le desmerece en nada aunque fue un Papa de mala suerte eclesial. Apenas nadie le recuerda. De trato difícil, autoritario, no es sólo el firmante de los Pactos de Letrán con la Italia fascista, que devolvió al Pontífice la soberanía vaticana, sino que ha firmado, además de la Quas Primas encíclicas tan extraordinarias como Divini Illius Magistri (1929), Non abbiamo bisogno (1931), Acerba Animi (1932), Dilectissima Nobis (1933), dedicada a nuestra patria, Mit Brennender Sorge (1937) y Divini Redemptoris (1937). Ningún Papa atendió a las necesidades políticas del momento como él. El fascismo, el nazismo, el comunismo, la persecución religiosa en Méjico y en España, tuvieron contundente réplica en los documentos del Pontífice. Pero dichos documentos, importantísimos hitos históricos, se referían a un momento concreto y tienen un valor circunscrito a su época. La Quas Primas está escrita sub specie aeternitatis.

    No era la primera vez que el Papa hablaba de la realeza de Cristo. En su primera encíclica, fechada en 1925, había instituido la festividad de Cristo Rey que ahora desarrolla con profundidad teológica y acierto de expresión. Pero el Papa no se había inventado nada. Recogió lo que era profundo sentimiento del Pueblo de Dios. Porque sería imposible, salvo milagro especialísimo de Dios, que al año siguiente de la institución de la festividad, ya estuviera muriendo un pueblo, el mejicano, con el grito de ¡Viva Cristo Rey! en los labios.

    Y ese sentimiento popular procedía, no de devociones privadas o de palabras de algún santo, sino de la mismísima palabra de Dios. Son innumerables los pasajes de la Biblia que hacen referencia a la realeza de Nuestro Señor Jesucristo.

    Detengámonos apenas en cuatro:

    Daniel, 7, 13-14: “Seguía yo mirando en la visión nocturna y vi venir en las nubes del cielo a un como hijo de hombre, que se llegó al anciano de muchos días y fue presentado a éste. Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará nunca, y su imperio, imperio que nunca desaparecerá”.

    Lucas, 1, 31-33: El ángel le dice a María: “y concebirás en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”.

    Apocalipsis, 19, 11-16: Vi el cielo abierto, y he aquí un caballo blanco, y el que le montaba es llamado Fiel, Verídico, y con justicia juzga y hace la guerra. Sus ojos son como llamas de fuego, lleva en su cabeza muchas diademas, y tiene un nombre escrito que nadie conoce sino él mismo, y viste un manto empapado en sangre      , y tiene por nombre Verbo de Dios. Le siguen los ejércitos celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco, puro. De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones, y Él las regirá con vara de hierro y Él pisa el lagar del vino del furor de la cólera de Dios todopoderoso. Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de Reyes, Señor de Señores”.

    Por último, el texto más conocido de Jesús ante Pilato, que encontramos en Mateo, 27, 11; Marcos, 15, 2; Lucas, 23, 3 y más extenso en Juan, 18, 33-38. El tú lo has dicho a la pregunta de si era Rey.

    De la memorable encíclica de Pío XI quiero traer ante vosotros algunos párrafos que me parecen de absoluta aplicación a nuestros días pese a estar a punto de cumplir, el próximo ocho de diciembre de 2005, ochenta años.

    “Y si ahora ordenamos a todos los católicos del mundo, el culto universal de Cristo Rey, remediaremos las necesidades de la época actual y ofreceremos una eficaz medicina para la enfermedad que en nuestra época aqueja a la humanidad. Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado laicismo, sus errores y sus criminales propósitos; sabéis muy bien, venerables hermanos, que esta enfermedad no ha sido producto de un solo día, ha estado incubándose desde hace mucho tiempo en las entrañas mismas de la sociedad. Porque se comenzó negando el imperio de Cristo sobre todos los pueblos; se negó a la Iglesia el derecho que esta tiene, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, de promulgar leyes y de regir a los pueblos para conducirlos a la felicidad eterna. Después, poco a poco, la religión cristiana quedó equiparada con las demás religiones falsas e indignamente colocada a su mismo nivel; a continuación, la religión se ha visto entregada a la autoridad política y a la arbitraria voluntad de los reyes y de los gobernantes. No se detuvo aquí este proceso: ha habido hombres que han afirmado como necesaria la sustitución de la religión cristiana por cierta religión natural y ciertos sentimientos naturales puramente humanos. Y no han faltado Estados que han juzgado posible prescindir de Dios, y han identificado su religión con la impiedad y el desprecio de Dios. Los amargos frutos que con tanta frecuencia y durante tanto tiempo ha producido este alejamiento de Cristo por parte de los individuos y de los Estados, han sido deplorados por Nos en nuestra encíclica Ubi arcano, y volvemos a lamentarlos también hoy: la siembra universal de los gérmenes de la discordia; el incendio del odio y de las rivalidades entre los pueblos, que es aun hoy día el gran obstáculo para el restablecimiento de la paz; la codicia desenfrenada, disimulada frecuentemente con las apariencias del bien público y del amor de la patria, y que es al mismo tiempo fuente de luchas civiles y de un ciego y descontrolado egoísmo, que, atendiendo exclusivamente al provecho y a la comodidad particulares, se convierte en la medida universal de todas las cosas; la destrucción radical de la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; la desaparición de la unión y de la estabilidad en el seno de las familias, y, finalmente, las agitaciones mortales que sacuden a la humanidad entera. Nos albergamos una gran esperanza de que la festividad anual de Cristo Rey, que en adelante se celebrará, acelerará felizmente el retorno de toda la humanidad a nuestro amantísimo Salvador. Sería, sin duda alguna, misión propia de los católicos la preparación y el aceleramiento de este retorno por medio de una activa colaboración; sin embargo, son muchos los católicos que ni tienen en la convivencia social el puesto que les corresponde ni gozan de la autoridad que razonablemente deben tener los que alzan a la vista de todos, la antorcha de la verdad. Esta desventaja podrá atribuirse tal vez a la apatía o a la timidez de los buenos, que se retiran de la lucha o resisten con excesiva debilidad; de donde se sigue como natural consecuencia que los enemigos de la Iglesia aumenten en su audacia temeraria. Pero si los fieles, en general, comprenden que es su deber militar con infatigable esfuerzo bajo las banderas de Cristo Rey, entonces, inflamados ya en el fuego del apostolado, se consagrarán a llevar a Dios de nuevo a los rebeldes e ignorantes y trabajarán por mantener incólumes los derechos del Señor” (Q.P., 12)

    ¿Veis la situación actual perfectamente reflejada en las palabras del Pontífice con casi un siglo de antelación? Y, si cabe, tal vez empeorada en nuestros días. Pienso que Pío XI no pudo ni imaginarse esa monstruosidad a la que han querido llamar matrimonio homosexual. Ni ese inmenso holocausto que constituyen millones y millones de criaturas asesinadas en el vientre de sus madres, en ese que debía ser el recinto más sagrado, más seguro, y que se ha convertido en una cámara de tortura de los seres más inocentes. Lo demás, la destrucción de la familia por el divorcio; los obstáculos o la anulación del derecho de los padres y de la Iglesia a la enseñanza; el legislar como si Dios no existiera y, en muchos casos, contra la existencia de Dios; el vivir sin Dios, contra Dios; la persecución a la Iglesia y a los católicos; hacer del egoísmo la última regla de conducta de los individuos y los pueblos... lo tenía muy presente el Papa. Y para contrarrestar todo ello instituyó la fiesta de Cristo Rey. Para significar al Pueblo de Dios, todos los años, de un modo visible y solemne, la soberanía de Cristo sobre los individuos y las naciones.

    Sin embargo, creo que podemos certificar el gran fracaso del Pontífice. La fiesta de Cristo Rey no ha arreglado nada. Estamos incluso mucho peor de lo que estábamos. ¡Cómo se equivocó Pío XI! ¡Qué remedio más inútil nos propuso!

    Posiblemente un análisis superficial de los hechos nos llevaría a estas conclusiones. Pero la fiesta de Cristo Rey no era un talismán mágico que resolviera milagrosamente el pecado de la humanidad. El mismo Pontífice nos dice que Cristo Rey exige la “activa colaboración” de los católicos. Y eso es lo que no se ha producido. Y por ello tampoco lo que el Papa se proponía con la instauración de la festividad.

    Entiendo que por dos motivos. El primero está clarísimamente expuesto en la encíclica: “la apatía y la timidez de los buenos”. Los católicos, en general, hablaremos después de notabilísimas excepciones, no secundaron los designios del Papa. El segundo no lo expresa el Pontífice, pero me parece también evidente: la apatía y la timidez de la Iglesia ante la solemnidad de Cristo Rey. Ante Cristo Rey. Que en la inmensa mayoría de los casos queda reducida a un domingo más, a una homilía más, generalmente tan insulsa y poco motivante como la mayoría de las homilías y, no pocas veces en las que hasta está ausente Cristo Rey y el sentido de su fiesta.

    Si los que tienen que animar no animan y quienes, no sintiéndose animados, no trabajan por el reinado de Cristo, el resultado no puede ser otro que el que tenemos ante los ojos. Cada vez menos Cristo es Rey. O, mejor dicho, cada vez menos vivimos, en este mundo, ese reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Porque Él sigue siendo, y lo será hasta la consumación de los siglos, el Rey del Universo, el Rey de toda la Humanidad. Aunque no se note. Aunque no se quiera reconocer. Lo es. Y algún día, no sabemos cuándo, le será reconocido en gloria y majestad. La alternativa está en que nuestras débiles fuerzas contribuyan a anticipar ese reinado, como hijos que somos de ese Rey, o que, miserablemente, dejemos que eso ocurra, sin nuestro concurso, por el poder infinito de Dios.

    Y nosotros somos los grandes perdedores pues viviremos sin verdad, sin vida, sin santidad, sin gracia, sin justicia y sin amor. ¿O es que es vida el aborto, verdad las uniones homosexuales, santidad los viajes turísticos a los paraísos sexuales infantiles o la pederastia sacerdotal, gracia el pecado instalado y no reconocido, justicia la corrupción política o el hambre del Tercer Mundo, amor el divorcio, en el maltrato a las mujeres, en los hijos educados, maleducados, al margen de la ley de Dios, y paz en Irak, en Burundi, en Afganistán, en el Nueva York, el Madrid y el Londres de los atentados, en el País Vasco, en Sudán, en Chechenia, en...

    Como muy bien dice el Papa Pío XI “cuanto mayor es el indigno silencio con que se calla el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y defensa de los derechos de su real dignidad y poder” (Q.P. 13). Y el Papa une, con toda razón, la devoción, también hoy tan olvidada, al Sagrado Corazón de Jesús, los Congresos Eucarísticos, el culto al Santísimo Sacramento, la Adoración Nocturna, las solemnidades del Corpus, con Cristo Rey (Q.P., 14). Si todo eso ha decaído tanto en la devoción y el amor de los fieles, cómo no va a oscurecerse, hasta casi desaparecer, la idea de que Cristo es Rey y de que todos debemos entregar nuestros mayores esfuerzos para que su Reino se instaure cuanto antes entre nosotros.

    En estos días en que se opaca a Cristo y su reinado ha habido, en cambio, otra proclamación del “Reino”. De un reino revolucionario y marxista que proclamaban los teólogos de la liberación. Pero ese Reino, que querían instaurar curas y monjas, ciertos curas y monjas, ante un inmenso vacío del pueblo fiel que nunca les ha seguido, y que los escasos seguidores que tuvieron buscaban cualquier otra cosa salvo el reinado de Cristo, sólo lo podían ver en la Cuba de Castro o en la Nicaragua del sandinismo. Y en ese Reino Cristo no estaba. Sería el reino de Marx o de la revolución. Pero no de Cristo. Y Cristo sigue sin estar en Cuba. Allí no es Rey salvo en la catacumba de algunos hogares o tras las rejas de algunas prisiones. 

    El Papa refiere, como final de su encíclica, los beneficios que espera de la institución de la fiesta de Cristo Rey:

    “En efecto, el solemne culto litúrgico tributado a la soberanía real de Jesucristo hará recordar necesariamente a los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige, por derecho propio, e irrenunciable, la plena libertad e independencia del poder civil, y que en cumplimiento de la misión que Dios le ha encomendado, de enseñar, gobernar y conducir a la eterna felicidad a todos los miembros del reino de Cristo, no puede depender de voluntad ajena alguna. Y no sólo esto: el Estado debe asimismo conceder idéntica libertad a las Órdenes y Congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales son valiosos auxiliares de los pastores de la Iglesia y excelentes cooperadores en el establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observancia de los tres votos religiosos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida de mayor perfección, en virtud  de la cual la santidad que el divino Fundador de la Iglesia dio a ésta como nota característica brilla con un creciente y continuo esplendor ante la vista de toda la humanidad” (Q.P. 19).

    Y aquí se equivocó el Papa. Ya lo he dicho en un párrafo anterior al señalar las razones por las que esta solemnidad justísima, necesarísima, no ha dado todos los frutos que el Papa se prometía y que, lógicamente, debían derivarse de la celebración de Cristo Rey.

    Las Órdenes y Congregaciones de ambos sexos valiosos auxiliares de los obispos, excelentes cooperadores en el establecimiento y propagación del reino de Cristo, combatiendo con la observancia de sus votos religiosos la triple concupiscencia del mundo, profesando una vida de mayor perfección por la que la santidad de la Iglesia brilla con un creciente y continuo esplendor ante la vista de todos.

    ¿Sí? ¿Dónde? Bien sé que quienes amablemente me escucháis tenéis la dicha de observar ese canto que Pío XI hace a la vida consagrada en los religiosos y religiosas que os dirigen y os acompañan en el camino de la salvación eterna. Pero todos habéis comprobado, con inmenso dolor, que esas palabras, hoy, sólo pueden aplicarse a una parte reducida de los religiosos y las religiosas. Lo que en los días del Pontífice de la Quas Primas era de aplicación general a los consagrados y las excepciones eran tan mínimas que ni valía la pena hacer mención de ellas, hoy, desgraciadamente, son la regla general.

    ¿Valiosos auxiliares de los obispos? ¿Cuándo la mayor parte de los contestatarios, de los disidentes, de los críticos, de los refractarios a este Papa y al anterior son religiosos y religiosas?

    ¿Excelentes cooperadores en el establecimiento y propagación del reino de Cristo? ¿Cuándo tantos vemos que no pocos parecen querer y propagar el reino de Belial? Es lamentablemente escasísimo el entusiasmo clerical por Cristo Rey en nuestros días. Pero en los religiosos, con contadas excepciones, es nulo. Os voy a referir una anécdota que puede parecer tiene escasa importancia, pero yo creo que tiene mucha más de la que aparenta. Y que viene como anillo al dedo. Una congregación religiosa, dejada como tantas otras de la mano de Dios, publicaba una revista piadosa que era acogida en muchísimos hogares, humildes no pocos, con entusiasmo agradecido. No era un hito intelectual como Razón y Fe, La Ciencia Tomista o La Ciudad de Dios pero desempeñaba un papel magnífico de difusión de piedad, cultura religiosa sencilla, amor a Cristo y a su Iglesia y anhelos de santidad. Más humilde, pero en línea de lo que fue la jesuítica El Mensajero del Corazón de Jesús, del que tanto también se podía hablar. Se llamaba Reinado Social. Tanto la una como la otra estaban perfectamente en línea con los deseos de Pío XI al instaurar la festividad a la que nos venimos refiriendo. Y, en esta última, hasta el nombre se inscribía totalmente en la Quas Primas. Pues, como tantas otras de sus colegas ha decidido reformarse, modernizarse. Y, además, no aprenden. Todas las reformadas o han desaparecido, como aquella gran revista de los claretianos que se llamó Ilustración del Clero, o mal sobreviven en la ruina económica sin que ya las lea nadie. Pues, a nuestra revista. Acaba de modernizarse. Ahora se llama 21rs. El 21 muy grande y el resto en unas minúsculas pequeñitas y casi desapercibidas. Creo que no es necesario deciros que el resto es lo que queda del Reinado Social.

     Y ¿qué vamos a decir de la observancia de los votos religiosos? ¿Obediencia? ¿Dónde? ¿A quién? ¿Pobreza? De palabra, todo. Los pobres, la opción preferencial por los pobres, el servicio a los pobres... Pero, en la realidad, lo que yo he visto pobre, con los pobres, ha sido a Juan de Dios, a Pedro Claver, a las Hijas de la Caridad de Vicente de Paúl, a Sor Ángela y sus hermanitas, a Teresa Jornet y también sus hermanitas de los Ancianos Desamparados, a Teresa de Calcuta, a las Siervas de Jesús y de María... Del tercer voto no voy a hablar. Es muy íntimo, muy personal, muy secreto. Quiero pensar que es el mejor cumplido. Aunque también habrá quien piense que a la vista de cómo se cumplen los otros dos, tampoco

    Yo creo, y me encantaría equivocarme, que hoy la santidad de la Iglesia no se manifiesta en sus órdenes y congregaciones religiosas de las que Pío XI tanto esperaba. Y claro que era lógico esperarlo.

    Por supuesto que lo que os he dicho tiene, gracias a Dios, múltiples excepciones. En congregaciones nuevas, en movimientos apostólicos, en ejemplares religiosos y religiosas que, ante el suicidio de sus instituciones, mantienen una meritorísima fidelidad a su carisma y a sus votos. Y, claro está, a Cristo Rey. Jesuitas, dominicos, franciscanos, claretianos... excelentes. E incluso santos. En situación muy difícil. Postergados, arrinconados, vejados. Serán sin duda quienes salvarán a sus órdenes y congregaciones. Los justos por los que Dios preguntaba a Lot. Los hay. Ellos conseguirán, de quien es rico en misericordia, la salvación de lo que nunca se debió dejar arruinar. Donde estén, si los encontráis, sostenedlos, apoyadlos, animadlos. Porque la Iglesia necesita a sus religiosos. Y, cuando no cuenta con ellos la situación es pésima.   

    Y continúa el Papa: “La celebración anual de esta fiesta recordará también a los Estados que el deber del culto público y de la obediencia a Cristo no se limita a los particulares, sino que se extiende también a las autoridades públicas y a los gobernantes; a todos los cuales amonestará con el pensamiento del juicio final, cuando Cristo vengará terriblemente no sólo es destierro que haya sufrido de la vida pública, sino también el desprecio que se le haya inferido por ignorancia o malicia. Porque la realeza de Cristo exige que todo el Estado se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en la administración de la justicia y, finalmente, en la formación de las almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres” (Q.P. 20).

    Este párrafo de Pío XI nos demuestra hasta donde hemos caído. Hoy, ni el mejor de nuestros obispos se atrevería a repetir las palabras del Papa. Qué se respeten nuestras conciencias como se respeta la de cualquier otro, que se reconozcan los derechos de los padres, que la democracia debe amparar a todo el mundo por peregrinas que sean sus ideas... Yo he pensado más de una vez que nuestra situación es como la de esos indios de la Amazonía brasileña que sobre el papel se dice que deben ser conservados pero que todos sabemos que sus días están contados. Como si estuviéramos esperando a que se muera el último.

    Pero esas pobres tribus, incapaces de sobrevivir en la modernidad, son unos cientos, o unos miles de personas. No pueden hacer otra cosa que morir lentamente, o aceleradamente. Por muy lamentable que sea. Nosotros somos millones. Y nos dejamos llevar a una situación parecida. Claro que hay responsabilidad de nuestros obispos y de nuestros sacerdotes. Pero hay también una ciertísima responsabilidad nuestra al no saber defender nuestros derechos que además son los derechos de Dios.

    De cesión en cesión, de entrega en entrega, de cobardía en cobardía, de traición en traición, ni creemos en Cristo Rey ni en nosotros mismos. Ay si los católicos dijeran que en España no hay aborto, ay si todos ellos no permitieran que se llame matrimonio a las uniones homosexuales, ay si todos ellos exigieran que en los colegios y en los Institutos se enseñara la religión católica, por supuesto que respetando a aquellos padres que no la quisieran para sus hijos. Y que se enseñara de verdad, no como una opción sin valoración académica y cuya alternativa fuera el parchís o las pellas. No habría político que se manifestara en contra de la religión o, si lo hiciera, no pasaría de ser el líder de una minoría política.

    Tenemos lo que el catolicismo español se merece. Pero la culpa de ello no es ajena. Lo hemos conseguido a pulso. Y las responsabilidades son nuestras. Exclusivamente nuestras. Aunque las compartan obispos, sacerdotes y seglares.

    Concluyamos con el Papa, cuya autoridad es sin duda muy superior a la nuestra: “Es, además maravilloso el cúmulo de energías que de la meditación de estas realidades podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las normas genuinas de la vida cristiana. Porque si a Cristo Nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con la sangre de Cristo, están sometidos por un nuevo título a su autoridad; si, finalmente, este poder abarcar toda la naturaleza humana, es evidente que no existe en nosotros facultad alguna substraída a tan alta soberanía. Es, por tanto, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con una perfecta sumisión, debe asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual debe obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los afectos naturales, debe amar a Dios sobre todas las cosas y adherirse exclusivamente a Él; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, los cuales como instrumentos, o, según expresión del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios, deben servir para la santificación interior del alma. Si todas estas verdades se proponen a la meditación y a la profunda consideración de los fieles, es indudable que estos podrán alcanzar con mucha mayor facilidad las cimas más altas de la perfección. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos los que se encuentran fuera de su reino deseen y acepten el suave yugo de Cristo; que todos los que por su misericordia somos ya súbditos e hijos suyos llevemos este mismo yugo, no de mala gana, sino con gusto, con amor, con santidad; y que nuestra vida ajustada siempre a las leyes del reino divino, recoja una abundante mies de excelentes frutos; y, considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con Él participantes, en el reino celestial, de su eterna felicidad y gloria” (Q.P. 21).

    Ojalá estas últimas palabras del Papa despierten nuestras adormecidas conciencias y nos convirtamos en armas de justicia para Dios, en servicio de su divino Hijo, Cristo Rey, y no en esta especie de perros mudos, de vírgenes necias, de pedros negadores. Y Pedro negó tres veces. Nosotros estamos negando todos los días de la vida. Negando a Cristo Rey. Y ¿qué servidores somos del Rey celestial si somos los primeros que no creemos en su soberanía? O que, ¿si creemos, lo hacemos con tal debilidad que no movemos un dedo para instaurarla?

    En ello somos doblemente traidores a Cristo Rey. Porque le traicionamos a él y traicionamos a nuestros padres que quisieron y supieron morir por Él. Por Cristo Rey. Os hablo en Cataluña. Soy gallego. Y español. Yo no creo que exista la Iglesia de Cataluña. O la Iglesia de Galicia. O la Iglesia de España. Sólo creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El Credo que profeso, y en el que por la misericordia de Dios espero morir, no me habla de la Iglesia de Cataluña, ni de la de Galicia, ni de la de España. Para Dios, no existen. Pues, para mí, no existen. Hoy estoy en Cataluña. Y estoy en mi Iglesia en Cataluña. Y si mañana estuviera en Moscú y me acercara a una iglesia, estaría en mi Iglesia en Moscú. No en la Iglesia de Moscú. Como si no fuera nada mía. Porque nada de lo de Moscú es mío.

    No os alarméis. No voy a hablaros de nacionalismos o de estatutos. Que me preocupan muy poco. Quiero seguir hablándoos de Cristo Rey. Y, ¿a qué viene este exordio geográfico? Lo entenderéis enseguida. Podría parecer, por lo que os he dicho hasta ahora, que la iniciativa de Pío XI fue un monumental fracaso. ¡Si hoy estamos mucho peor que cuando el Papa promulgó su encíclica! Sin embargo, esa encíclica, ha llenado a la Iglesia de gloria y al cielo de santos. Miles y miles de santos. Muchos de ellos ya en los altares. No es una afirmación gratuita de quien os habla. Es una declaración oficial de la Iglesia.

    Al año de la encíclica comenzó el martirio de la Iglesia en Méjico y a los diez años se consumó el martirio de la Iglesia en España. Os hablo en cifras redondas, sin tener en cuenta meses y días. Y curiosamente ese martirio tuvo una única voz. ¡Viva Cristo Rey!.

    No me lo puedo explicar, aunque quizá tenga alguna explicación que desconozca. En Jalisco, en Guanajuato, en la Mancha y en Valencia, en esta Cataluña, verdaderamente tierra de santos, sólo se escuchó ese grito, sólo se pronunció esa oración: ¡Viva Cristo Rey!

    Os hablaba al comienzo de esta charla de la exposición toledana sobre Isabel la Católica. Hay en ella tres rostros de Cristo, pintados por Bouts, estremecedores. Está en ellos reflejado todo el dolor del mundo. Todo el dolor por los pecados del mundo que Cristo, Ecce Homo, iba a redimir con su pasión y muerte. Uno de esos cuadros está en la exposición sub conditione. Mientras no se ponga en peligro de muerte una de las carmelitas descalzas del convento de Toledo. Porque todas ellas, desde su fundación, mueren abrazadas a ese rostro de Cristo. Todas. Es lo último que contemplan y que besan al despedirse de este mundo para pasar a ver, ya no en representación sino en verdad, en verdad gloriosa y resucitada, a Aquel con quien se habían desposado. Pues, como ese cuadro toledano, que miles de monjas estrecharon al morir, fue el grito de ¡Viva Cristo Rey! Miles y miles de católicos murieron –no, no es cierto, las carmelitas morían, estos eran asesinados- con esa profesión en los labios y en la seguridad de que el Rey, ese Rey por quien morían, cuyas batallas peleaban, les iba a recibir inmediatamente, apenas instantes después de pronunciar su santo nombre, su real nombre, con los brazos abiertos para darles un apretado abrazo. Y yo nunca sé, porque de Dios nunca se sabe casi nada, pues nuestras pobre mentes son incapaces de comprender tanto amor, tanta presencia, tanto darse, si esa túnica roja, resplandeciente –el Expolio del Greco es seguramente la mejor representación de la misma que pincel humano haya podido imaginar-, es el rojo de su sangre santísima o el rojo de la sangre de tantos mártires a los que abrazó con ternura infinita porque habían muerto por Él.

    No se entiende bien como, nada más publicarse la encíclica, todos los mártires, o un número notabilísimo de ellos, murieron con ese santo nombre en los labios. ¿Qué sabían de reyes los mejicanos? Si hacía más de cien años que habían perdido al último rey porque lo de Maximiliano fue un episodio verdaderamente efímero y sin mayor trascendencia en aquella nación. Tampoco los mártires de España, con su último rey mucho más cercano, tenían un especial apego a los representantes humanos de la monarquía. Era otro su Rey, aquel Rey por el que morían. Un Rey que no se convierte en gusanos. Un Rey que les esperaba para recompensar toda la eternidad el sacrificio de sus vidas.

    ¿Fue eco y consecuencia de la encíclica de Pío XI? No lo sé. Me cuesta trabajo creer que en tan breve tiempo hubiera arraigado tanto. Pero hay algo absolutamente cierto. La Quas Primas debe ser la única encíclica que no está firmada sólo por el Papa. Miles de católicos mejicanos y españoles la rubricaron con su sangre. Con su sangre martirial. Creo que es un motivo más para venerarla todos los católicos de todos los siglos. La encíclica sobre Cristo Rey es la encíclica de los mártires de Cristo Rey. Es la encíclica del amor y de la sangre, de la gloria y el honor. No creo que haya otra más celestial. Porque en el cielo está el trono de ese Rey y porque el cielo está lleno de los que murieron por ese Rey.  Confesando a ese Rey. Gritando ¡Viva Cristo Rey!

    Y ahora os voy a pedir un perdón. Estoy en Cataluña. He dicho que tierra de santos. Al menos hasta anteayer. Creo que alguna vez os hablé de ellos. Tierra de mártires. Gloriosa tierra de mártires en los años romanos y en 1936. Ya están no sé cuántos en los altares. Los últimos, de Urgel. Y vienen más de doscientos de Tortosa. Y muchos de Barcelona. Y los de Vich. Y los de Lérida. Y los de Gerona. Y los de Solsona. Y los de Tarragona. Y los tres obispos. Y...

    Pues no voy a hablaros en este momento de tanto heroísmo, de tanto amor, de tanta sangre, de tanto cielo. Sobrarán días y, si no lo hago yo, lo harán otros. Porque de los mártires de Cataluña, de vuestros mártires, se hablará por los siglos de los siglos. Hasta que estos se acaben. Y una vez concluidos se seguirá hablando en el cielo.

    Voy a referirme a quienes fueron los primeros en el grito y en el amor. No voy a decir que en el cielo porque allí seguro que todos son iguales. Pero fueron los que antes llegaron. Y la gloria se llenó de inditos. Y no falta quien asegura que uno de ellos al ser abrazado amorosamente por Cristo hasta le dijo aquello de Andalé...

    Méjico, como España, fue una nación ejemplar en su catolicismo. Desatada la persecución masónica los obispos decretaron el interdicto nacional ante las leyes inicuas de Plutarco Elías Calles, suprimiéndose el culto público en toda la República de Méjico. No conocemos medida semejante en ninguna otra parte del mundo. Y la respuesta del pueblo católico mejicano fue admirable, privados de la Eucaristía y de los sacramentos, sin misas ni entierros católicos, los altares sin manteles y todos los sagrarios de la nación vacíos y con sus puertas abiertas, en silencio todas las campanas..., los católicos mejicanos acudían a sus Iglesias sin Santísimo a rezar el Rosario y a llorar sus pecados. El pueblo estaba de luto y así se comportó, las fiestas cesaron, la tristeza era general, los ayunos se sucedían, hasta los mismos niños se negaban a jugar porque Dios se había ido de sus vidas. Aunque yo bien creo que estaba más presente que nunca en sus vidas y en su patria.

    En agosto de 1926, con motivo del asesinato del cura de Chalchihuites y de tres seglares, tiene lugar en Zacatecas el primer alzamiento armado: “ esos hombres no vieron que el Gobierno tenía muchísimos soldados, muchísimo armamento, muchísimo dinero pa’hacerles la guerra; eso no vieron ellos, lo que vieron fue defender a su Dios, a su Religión, a su Madre que es la Santa Iglesia, eso es lo que vieron ellos. A esos hombres no les importó dejar sus casas, sus padres, sus hijos, sus esposas y lo que tenían; se fueron a los campos de batalla a buscar a Dios Nuestro Señor. Los arroyos, las montañas, los montes, las colinas, son testigos de que aquellos hombres le hablaron a Dios Nuestro Señor con el Santo Nombre de Viva Cristo Rey, Viva la Santísima Virgen de Guadalupe, Viva Méjico. Los mismos lugares son testigos de que aquellos hombres regaron el suelo con su sangre y, no contentos con eso dieron sus mismas vidas por que Dios Nuestro Señor volviera otra vez. Y viendo Dios Nuestro Señor que aquellos hombres de veras le buscaban, se dignó venir otra vez a sus templos, a sus altares, a los hogares de los católicos, como lo estamos viendo ahorita, y encargó a los jóvenes de ahora que si en lo futuro se llega a ofrecer otra vez que no olviden el ejemplo que nos dejaron nuestros antepasados”. Es el testimonio que años después dio uno de aquellos cristeros, Francisco Campos, campesino de Santiago Bayacora en el Estado de Durango.

    El pueblo católico mejicano alzado en guerra por su Dios y por su Virgen. Cristo Rey y la Guadalupana. La diferencia de fuerzas, de medios, era impresionante. El ejército cristero se proveía de las armas que arrebataba a los federales y de las municiones que conseguía de sus enemigos muertos en combate. Era muy frecuente el ver tras un cristero que disparaba su fusil, ahorrando la escasa munición, otro desarmado dispuesto a tomar el fusil si su compañero caía herido o muerto.

    La diferencia de número y pertrechos lo suplía el espíritu. “Los federales, malos jinetes, era peores soldados, que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características de lucha eran las contrarias, les infligieran tantas bajas”. Y así iba transcurriendo  la guerra, sin que el ejército cristero lograra una victoria definitiva pero también sin que el ejército federal consiguiera derrotarle cuando tuvieron lugar los “mal llamados Arreglos” de 1929, protagonizados por los obispos Ruiz y Flores y Díaz y Barreto, que constituyeron una verdadera traición a los valientes cristeros y a todo lo que significaron. Pero, si les abandonaron miserablemente, ellos no abandonaron a Dios. Y así como salieron al campo de batalla en defensa de la Iglesia aceptaron la paz que ésta les imponía aun a sabiendas que ello iba a ser la muerte, el asesinato, de muchos.

    El general en jefe de aquel ejército de héroes, Jesús Degollado Guisar, dicta su última orden, que concluye así:

    “La Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los primeros, el fruto glorioso de sus sacrificios y abnegación. ¡AVE CRISTO! Los que por Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a la muerte gloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores, te saludamos y, una vez más, te aclamamos.

 

                          REY DE NUESTRA PATRIA,

                          ¡VIVA CRISTO REY!    

                          ¡VIVA SANTA MARÍA DE GUADALUPE!

                          Dios, Patria y Libertad”

 

    El “tal vez a la muerte gloriosa” que decía el jefe de los cristeros no era una posibilidad. Era en el general un certeza aunque no quisiera, en aquel día triste anunciar a sus valientes la certeza del martirio. Tras aquel miserable arreglo, vergüenza eterna de dos obispos, fueron asesinados mil quinientos cristeros que habían depuesto disciplinadamente las armas. Quinientos de ellos jefes, de teniente a general, de aquel hermoso y glorioso movimiento que llevaba en el nombre y, sobre todo en el corazón, el nombre de Cristo. En verdad fueron los soldados de Cristo Rey. y así serán recordados, hasta el fin de los siglos, por el mundo y por la Iglesia.

    Dos obispos miserables no pueden ocultar tanta gloria eclesial. Y no sería justo olvidar que hubo otros obispos que rehusaron desterrarse y ocultos en los montes siguieron al lado de su pueblo, padeciendo mil privaciones y jugándose la vida. Y más de un seglar fue asesinado por no revelar el paradero de su pelado como le exigían sus torturadores.

    Los héroes de Cristo Rey. Como lo serían también miles y miles de españoles que con ese santo nombre en los labios fueron asesinados muy poco tiempo después. En otra gesta gloriosísima que aconteció en nuestra patria en 1936. Seríamos miserables, tan miserables como aquellos obispos de los Acuerdos, si olvidáramos su muerte. Si no fuéramos dignos de ellos.

    Se ha hecho famoso un corrido mejicano, estremecedor, emocionante, que yo no soy capaz de oír sin que se me ponga el vello de punta y que os recomiendo a todos como oración a aquellos mártires. Os leeré la letra aun a sabiendas de que no es como oírlo cantado:

  

El martes me fusilan

A las 6 de la mañana.

Por creer en Dios eterno

Y en la gran Guadalupana.

Me encontraron una estampa

De Jesús en el sombrero.

Por eso me sentenciaron

Porque yo soy un cristero.

Es por eso me fusilan

El martes por la mañana.

Matarán mi cuerpo enfermo

Pero nunca, nunca mi alma.

Yo les digo a mis verdugos

Que quiero me crusifiquen

Y una ves crusificado

Entonses usen sus rifles.

Adiós sierras de Jalisco,

Michoacán y Guanajuato.

Donde combatí al Gobierno

Que siempre salió corriendo.

Me agarraron, de rodillas,

Adorando a Jesucristo.

Sabían que no había defensa

En ese santo recinto.

Soy labriego por herencia,

Jalisciense de naciencia.

No tengo más Dios que Cristo

Por que me dio la existencia.

Con matarme no se acaba

La creencia en Dios eterno.

Muchos quedan en la lucha

Y otros que vienen naciendo.

Es por eso me fusilan

El martes por la mañana.

 

     Se oye una voz que dice: Pelotón: Preparen. Apunten. Fuego. Y otra distinta que grita: ¡VIVA CRISTO REY!

    Y un sonido, como de descarga de fusilería, concluye la canción.

    Creo que el sentimiento popular ha recogido perfectamente, exactísimamente, lo que fue la gesta cristera. La de los santos soldados mejicanos por Cristo Rey.

    Acostumbrados a juzgar por los pobres criterios humanos habrá quien piense en el inmenso fracaso del movimiento cristero. Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos. Y hoy, pese a todas las persecuciones, pese a todas las derrotas, pese a todos los muertos, o seguramente por ellos, Méjico es la nación más católica de Hispanoamérica. Seguramente, con Polonia, la nación más católica del mundo. Me duele decirlo. No por Méjico y Polonia, ciertamente. Por nuestra España. Porque durante siglos fuimos más católicos que nadie. Fuimos la nación de Dios. El pueblo elegido. Quiero creer que Dios misericordioso, cuyos ojos parece haber apartado hoy de este pueblo que fue suyo como nadie, pese a nuestros pecados, volverá a mirarnos con amor. Toda una historia, y miles de mártires que hace setenta años llegaron al cielo con el nombre de Cristo Rey en los labios, pues su nombre fue lo último que pronunciaron en este mundo, harán que este pueblo, hoy deicida, vuelva al amor a Cristo Rey. A lo que le hizo grande en la historia. A lo que le hizo pueblo. A lo que le hizo patria.

    Hace exactamente una semana, y precisamente en nuestra aguada conmemoración de la festividad de Cristo Rey, nuestra Santa Madre Iglesia ha reconocido oficialmente como beatos a trece mártires cristeros. No son los primeros. Ya teníamos santos cristeros. Ahora vienen trece más. Y no serán los últimos. Diez seglares y tres sacerdotes. Mártires de Cristo Rey. Y en Cataluña, tierra de santos, tierra de mártires, tan olvidada hoy de Dios, tengo la satisfacción de decir que uno de los beatificados ha pasado a engrosar la inmensa lista, la santa lista, de los catalanes que están en los altares. Porque Andrés Solá y Molist, asesinado en Méjico en 1927, había nacido el 7 de octubre de 1895 en la masía Can Vilarrasa, municipio de Taradell, diócesis de Vich, provincia de Barcelona.

    Me estoy haciendo muy largo. Y ya os dije que no iba a hablar de los mártires de Cristo Rey en España. Necesitaría no horas, días, meses, y aun sería poco. Voy a referirme solamente, y rápidamente, a los últimos trece beatos mejicanos, uno de ellos catalán. Admirables todos, mártires todos, pero hay uno especialmente encantador: José Luis Sánchez del Río. Lo mataron a los catorce años. Apenas un niño. Que salvaría la vida simplemente con renegar de su fe. Estaba en la cárcel, esperando la ejecución, y desde la calle se le oía cantar: “Al cielo, al cielo quiero ir”. Le cortaron las plantas de los pies y le obligaron a caminar descalzo, hasta el cementerio. En el suelo quedó la huella ensangrentada de sus pies. Y hasta allí llegó gritando ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! Los verdugos, antes de acabar con él le preguntaron si quería algo para su padre. Y él les respondió: Sí, que nos veremos en el cielo.

    Anacleto González Flores es seguramente el más famoso. Seglar distinguido en actividades apostólicas, fue asesinado a los 38 años. Murió gritando, con sus compañeros de martirio: Yo muero, pero Dios no muere. ¡Viva Cristo Rey! En sus últimos momentos compuso una hermosa oración que aún siguen rezando, después del rosario, las familias cristeras: "¡Jesús misericordioso! Mis pecados son más que las gotas de sangre que derramaste por mí. No merezco pertenecer al ejército que defiende los derechos de tu Iglesia y que lucha por ti. Quisiera nunca haber pecado para que mi vida fuera una ofrenda agradable a tus ojos. Lávame de mis iniquidades y límpiame de mis pecados. Por tu santa Cruz, por mi Madre Santísima de Guadalupe, perdóname, no he sabido hacer penitencia de mis pecados; por eso quiero recibir la muerte como un castigo merecido por ellos. No quiero pelear, ni vivir ni morir, sino por ti y por tu Iglesia. ¡Madre Santa de Guadalupe!, acompaña en su agonía a este pobre pecador. Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo sea ¡Viva Cristo Rey!". Luis Padilla apenas tenía 27. Como Jorge Vargas. Ramón Vargas, su hermano, acababa de cumplir los 22. Y como Jorge le comunicara su dolor por no poder comulgar antes de morir, este joven le contestó: “No temas, si morimos nuestra sangre limpiará los pecados”. Ezequiel y Salvador Huerta eran mayores, tenían 10 y 11 hijos. Ambos de la Adoración Nocturna. Aquí, donde tantos practicáis esa hermosa práctica de la piedad cristiana, encomendaos especialmente a ellos. Luis Mañaga, también adorador nocturno, aún no había cumplido los 26 años. Miguel Gómez Loza dejaba tres hijas. 

    Estaban verdaderamente convencidos de que “la vida es Cristo y la muerte una ganancia”. Y el mismo día de su martirio, instantes después de su muerte, escucharon de Cristo Rey aquellas hermosas palabras: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.

    Concluyo. Llamándoos a la responsabilidad. A vuestra responsabilidad cristiana. Serán duros los días y arduos los trabajos. Más duros y más arduos fueron los de nuestros mártires. Los de los mártires de Cristo Rey. Los de los mártires por Cristo Rey. Ellos nos han dado el ejemplo y nos señalan el camino. El del amor. A Cristo, Rey, y a su santísima Madre. Si amamos, como ellos, nuestra será la victoria. Yo no sé si en este mundo, que eso sólo lo sabe Dios. Pero os la aseguro en el cielo. Y esa es la verdaderamente importante.

    Que un día, tomando posesión del Reino que el Padre nos tiene preparado desde la eternidad podamos recibir, sin avergonzarnos, el estrecho abrazo de los miles y miles de mártires de Cristo Rey. Y si no llevamos, entre las manos, la palma del martirio, que al menos nuestra conducta nos haga dignos de poder considerarnos compañeros de los mártires por haber combatido también bajo las banderas de Cristo Rey.

    La alternativa es simple. Con los héroes o con los cobardes. Os deseo, y os animo, la del honor. La de nuestro honor, la del honor de Dios, la del honor de Cristo Rey.

Que así sea.

 

 Francisco José Fernández de la Cigoña 

 

 

 

 VOLVER