XX JORNADAS PARA LA RECONQUISTA DE LA UNIDAD CATÓLICA DE ESPAÑA
PERSECUCIÓN RELIGIOSA
César ALCALÁ
Zaragoza, 18 y 19 de abril de 2009 “ ¿Cuáles
fueron las causas que originaron la persecución religiosa durante los
años 1931 a 1939? A nuestro entender se pueden resumir en cinco puntos:
laicismo del Estado; descenso de la vida religiosa; influencias
extranjeras; difamación de la Iglesia; y exterminio. Laicismo
del Estado «El
presidente de la Generalidad, Companys, que se había complacido tanto en
subrayar el ejemplo singular de paz y tolerancia de Cataluña, inmune de
incendios de iglesias durante el Frente Popular, dijo a los
intelectuales del comunismo francés: Hay entre nosotros tres
instituciones violentamente odiables, y de las cuales el pueblo, de año
en año, se sentía amargado, quiero decir: el clericalismo, el
militarismo, el latifundismo… el movimiento del cual sois testigos es la
explosión de una cólera inmensa, de una inmensa necesidad de venganza,
subiendo del fondo de los tiempos. Esta cólera explica el carácter
impetuoso de este movimiento». Estas afirmaciones son claras para conocer el
pensamiento de muchos dirigentes políticos. Desde 1931 se había
sembrado, en toda España, un sentimiento antirreligioso y laicista. Como
escribe Gabriel Jackson: «Todas las clases de la población creían fácilmente
historias de codicia, las orgías sexuales o las perversiones del clero». Esto supuso que se perdiera el sentido cristiano de
la población y que, poco a poco, el laicismo se implantara en una
sociedad que era fácil de convencer. Sobre el particular escribe Juan
Manuel Rodríguez: «También el 11 de Agosto de 1932, vencida la
sublevación de Sanjurjo, se producen nuevos desmanes. En Granada, en la
zona histórica del Albaicín, arde la histórica iglesia de San Nicolás:
Verdaderas obras de arte no había ninguna en la Iglesia, pero sí
imágenes muy veneradas, [...]. Sacada a la calle la de San Nicolás,
dispararon sobre ella para probar su puntería y la arrojaron después a
un barranco inmediato. Por ello, es normal que en las elecciones de 1936
Acción Popular invocase las procesiones de Semana Santa como motivo para
no votar al Frente Popular. Esta exaltación del frenesí iconoclasta,
para decirlo en términos de Historia de la Cruzada Española, supuso el
motivo de la aversión al gobierno republicano. Quizá en otros lugares de
Europa no hubiera provocado más que aversión por la falta de orden
público, pero para los españoles tales actos tenían además una
significación especial. Y ello porque la cultura española es
esencialmente analfabeta. Es decir, en ella la escritura y la lectura no
tienen excesivo peso, y sin embargo los iconos de santos y vírgenes son
objeto de veneración, a diferencia de lo que suele suceder en países de
tradición protestante. Por lo tanto, lo que hemos de analizar es
precisamente qué interés tienen para la filosofía de la religión dichos
cultos, y la influencia que alcanzan». Así
pues, el laicismo dominante en la sociedad española germinó durante la
II República y condicionaron los hechos sucedidos durante la persecución
religiosa. Descenso de
la vida religiosa El laicismo también motivo un descenso en la vida
religiosa. Una cosa va ligada con la otra. La deficiente instrucción
religiosa de la sociedad española, que no se irradiaba con fuerza
suficiente desde la familia, en las escuelas y en las iglesias, había
llevado al pueblo a una deserción casi total de los templos y de las
prácticas religiosas. Los días festivos, por ejemplo, los templos
estaban casi vacíos. La política llevada a cabo por la II República
provocó, en el pueblo, un odio mortal contra la Iglesia. Por ello no nos
ha de extrañar que, bajo estos preceptos, todo lo que tuviera que ver
con ella fuera rechazado por un pueblo, el español, más pendiente de las
influencias extranjeras que por la tradición cristiana del país. Influencias
extranjeras Las influencias extranjeras, que tenían como
objetivo la eliminación total de la Iglesia Católica y convertir España
en un país laico, tuvo dos grandes focos: la masonería y la política
llevada a cabo por Rusia. La prensa de Barcelona del 15 de octubre de 1936, 7
y 19 de febrero de 1937 y 6 de julio de 1938, se publicaron
manifestaciones de la Gran Logia del Nordeste de España, domiciliada en
la calle Avinyó número 27 de Barcelona. En resumen, en aquellas
manifestaciones se afirmaba que ellos ponderaban la adhesión prestada a
la causa del pueblo y cómo habían combatido a los que, a pesar de
decirse discípulos de aquel Cristo que muestra como símbolo de los
pobres y de los humildes, querían mantener por la fuerza su dominio
sobre las conciencias y acaparar todas las riquezas. Es clara la influencia rusa en la persecución
religiosa en España, más teniendo en cuenta lo que escribió Trotsky en
un folleto titulado ‘La revolución en España’. Escrito en 1931
declaraba: «Otra vez la cuerda se rompe por lo más delgado. Ahora le
toca el turno a España». Por su parte, en España, la Federación anarquista
Ibérica (FAI), fue la más destacada en la persecución religiosa, durante
los primeros meses de la guerra civil. Por lo que respecta a la UGT, el
Partido Socialista, y la II Internacional, siempre sostuvieron, como
Marx y Engels, que la Religión era el opio del pueblo. Como escribe el
reverendo Luis Carreras: «Marx y Engels tuvieron algunas vacilaciones acerca
de la forma práctica de llevar a cabo la lucha contra la Religión: no
dejaron, empero, de tener siempre presente tal objetivo. Engels
consideraba que la obra de organización del proletariado debía
conducirse a la anulación de la Religión. Marx defendía que la lucha
contra la Religión es, por tanto, indirectamente la lucha contra ese
mundo, cuya arma espiritual es la Religión; y en 1869 precisaba más: la
lucha contra los sacerdotes debe desarrollarse sobre todo en los países
católicos. Antes había dicho: Las armas de la crítica no deben subsistir
la crítica eficaz de las armas. Por su parte, la Tercera Internacional,
formada por representantes de los soviets rusos, declaraba: La
Internacional Comunista combate toda influencia burguesa sobre el
proletariado y lucha contra la religión, contra toda filosofía que no
sea el materialismo marxista integral, contra las doctrinas o tendencias
que proclaman la unión del capital, y el trabajo y contra el oportunismo
socialista. La Internacional proclama ante todo la lucha de clases hasta
el extremo». El padre jesuita Constantino Baile, en ‘Sin Dios y
contra Dios’, cifra en 146 los diarios y revistas antirreligiosas que
había en España, antes de 1936, influenciadas por Hans Meins, fundador
de la Liga Anticlerical Revolucionaria de Moscú. Lenín, sobre la Iglesia, escribía: «La esclavitud económica e la verdadera causa del
embastecimiento religioso de la humanidad (…) La religión es el opium
del pueblo. Esta sentencia de Marx constituye la piedra angular de toda
la concepción marxista en materia de religión. Religiones e Iglesias
modernas, organizaciones religiosas de toda especie, son consideradas
siempre por el marxismo como órganos de reacción burguesa que sirven
para sostener la explotación y embrutecer a la clase obrera». El periódico ‘La Traca’ de Valencia, el 17 de julio
de 1936 publicó las respuestas de sus lectores a la pregunta: ¿Qué haría
V. con la gente con sotana? Las respuestas eran injuriosas contra el
clero. En total se publicaron 346 respuestas. Como ejemplo de las
contestaciones incluimos la siguiente: «Ahorcar a los frailes con las
tripas de los curas». Todas estas influencias llegadas a España desde
Rusia, tuvieron su reflejo en el pensamiento de los principales
dirigentes de izquierdas. Andrés Nin, del POUM, el 8 de agosto de 1936
afirmó: «El problema de la Iglesia (…) Nosotros lo hemos
resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes,
las iglesias y el culto». Juan Peiró, de la CNT, decía: «La destrucción de la Iglesia es un acto de
justicia (…) Matar a Dios, si existiese, al calor de la revolución
cuando el pueblo inflamado de odio justo se desborda, en una mentira muy
natural y muy humana». Por su parte el anarquista H. E. Kaminski aseguraba
que: «La Revolución se ha levantado en toda España
contra la Iglesia, porque el pueblo veía en ella el mayor obstáculo a su
liberación y el símbolo secular de su opresión». Durante el Congreso anti-Dios, que se celebró en
Moscú en 1936, el delegado español declaró: «España ha sobrepasado en mucho la obra de los
soviets, porque la Iglesia en España ha sido totalmente aniquilada». Jesús Hernández, ministro de Institución Pública,
en dicho congreso hizo llegar la siguiente nota: «Vuestra lucha contra la religión es también la
nuestra. Tenemos el deber de hacer de España una tierra de ateos
militantes. La lucha será difícil, porque en todo este país hay grandes
masas de revolucionarios que se oponen a la absorción de la cultura
soviética. Todas las escuelas de España serán transformadas en escuelas
comunistas». El presidente de la república, Manuel Azaña, con
respecto a la persecución religiosa que estaba sufriendo España,
aseguraba: «Yo no he creído jamás en los intelectuales, en los
técnicos, en los funcionarios. Yo siempre he creído en el pueblo, y éste
no me ha engañado. Es él quien está salvando la civilización». Nuestra contienda se convirtió en una guerra contra
la Iglesia Católica pues, como se llegó a afirmar: «todos los conventos
de España no valen la vida de un republicano». Así pues, aunque se puede
pensar que los asesinatos religiosos que se produjeron en Cataluña,
estuvieron realizados por incontrolados, nada más erróneo. Todas las
ejecuciones estuvieron autorizadas. Todo estaba premeditado. Difamación
de la Iglesia Durante los
primeros meses de la guerra civil, los milicianos no sólo centraron su
odio hacia la Iglesia Católica con el asesinato de sacerdotes y monjas.
Su odio era total y, por lo tanto, sus ataques también se centraron en
las iglesias, en el arte religioso y en las reliquias. Era una
persecución total y, por consiguiente, se tenía que eliminar todo
vestigio religioso. Se tenía que terminar con la Iglesia y, que mejor
manera de hacerlo que arrasarla desde los cimientos al cielo. El patrimonio monumental religioso quedó casi
completamente arrasado. Fueron pocas las excepciones de iglesias que se
salvaron del pasto de las llamas o del derrumbe. En ‘Dominación Roja en
España’ podemos leer: «En la región catalana, las depredaciones de
tesoros artístico-religioso, debidas a la barbarie de las turbas o a la
rapiña de los dirigentes frentepopulistas, que las sustrajeron en su
provecho, resisten los mismos caracteres que en el resto de España; así
en la Diócesis de Vic, la Iglesia Catedral fue incendiada y saqueada a
partir del día 21 de julio de 1936; toda la Catedral, menos la bóveda,
estaba decorada con pinturas del renombrado artista D. José María Sert,
importando tan sólo materiales de estas pinturas, prescindiendo de su
gran labor artístico, seiscientas cincuenta mil pesetas. Entre otras
muchas joyas se apoderaron los asaltantes de una Custodia del siglo XV y
de un Copón del siglo XIV, valorado ambos en un millón de pesetas,
habiendo sido la Custodia fundida y convertida en chatarra. Fue
parcialmente destruido el Palacio Episcopal; las turbas le invadieron el
día 21 de julio de 1936, y lo incendiaron, comenzando por el archivo de
la ‘Mesa Episcopal’ y ‘Curia eclesiástica’, de incalculable valor, que
poseía pergaminos y documentos que se remontaban al siglo IX, y que se
han perdido en su totalidad».
No quedó aquí el saqueo de Vic. Como escribe el reverendo Luis
Carreras: «En la ciudad de Vic, centro de gran vida
religiosa, en la mañana del martes, día 21 de julio, llegaron unos
camiones con tales bandas forasteras al país y en medio de la noble
Plaza Mayor. Su jefe con voz estentórea, de pie en uno de ellos,
anunció: Antes de dos horas, Vic ha de arder por los cuatro costados. Y,
efectivamente, con rápida disciplina, aquellos técnicos, bien provistos
de material de bomba y de esencia, se lanzaron a incendiar iglesias y
conventos, a profanar venerados sepulcros de Santos y otras figuras de
la Iglesia, como Balmes y Torres y Bages, jugando al fútbol con el
cráneo de éste último».
Algo similar ocurrió en la Iglesia de Santa María del Pino, de
Barcelona, además de ser incendiada y calcinadas sus bóvedas, se
destruyó su precioso rosetón. Desapareció el altar y el sepulcro de San
José Oriol, con cuyos restos jugaban sacrílegamente los milicianos del
Estat Catalá. El alcalde de Falset (Tarragona) hizo un público
pregón, invitando a cuantos tuviesen perros y escopetas a cazar a los
curas, que él mismo había hecho huir a la montaña. Después de semanas y
semanas de vivir como sólo Dios sabe, fueron hallados por los bosques
sacerdotes hambrientos en estado deplorable, algunos murieron de
inanición; a veces, antes que morir de hambre, acababan por presentarse
a los Comités para correr su suerte, después de haber experimentado
cruelmente cómo el terror paralizaba la anhelante caridad de los
campesinos. En la demolición de una parroquia barcelonesa, en un rincón
de la bóveda fueron hallados tres cadáveres de sacerdotes, muertos de
hambre. El que los llevaba heroicamente, por la noche, algo que comer,
fue hecho preso, y ellos aterrorizados ante su desaparición no osaron
salir. A varios novicios claretianos de la Universidad de
Cervera, para arrancarles la abjuración de la fe les torturaron,
hundiéndoles granos de rosario en las orejas hasta perforarles el
tímpano, e intentando hacerles tragar medallas y rosarios. Luego los
mataron. Al presidente de un grupo de la Federación de
Jóvenes Cristianos de Cataluña le sometieron a la muerte de fuego lento.
Al tener medio quemadas las piernas le exigieron renegar de su fe.
Habiéndose resistido con tranquila firmeza, avivaron el fuego hasta que
libró su alma a Dios. En Barcelona un sacerdote fue cazado por un
miliciano, que le tuvo 6 días en su propia casa. Lo trató
espléndidamente. Al cabo de estos días fue con él a pasearse por la
Rambla, donde encontró a otros camaradas. Se fueron todos juntos a
recrearse fuera de la ciudad. De repente el protector dijo al sacerdote:
«Bastante te he cebado. Prepárate». Y de un pistoletazo lo dejó tendido.
Luego explicó a sus camaradas: «Era un cura. Hacía tiempo que no había
matado a nadie, y lo deseaba». Un grupo de milicianos fue a buscar al Reverendo
Tusquets. Él sabía que lo podía detener. Se vistió con una bata de
trabajo, agarró un plumero y recibió a sus verdugos, fingiendo que
estaba sacando el polvo de la escalera donde se había refugiado. Al
preguntarle un miliciano si era el reverendo Tusquets, éste respondió
que no. Añadiendo: «no conozco personalmente a ese Señor. Ahora bien, me
han comentado que es una persona muy espabilada». Los milicianos se
creyeron aquellas palabras, dejándolo en paz, mientras continuaba
sacando el polvo de la escalera. Todo este despropósito sólo tenía un fin: difamar a
la Iglesia Católica. En muchas congregaciones religiosas femeninas,
había la costumbre de enterrar a las monjas en un mismo nicho. Los
restos mortales de la monja que había fallecido anteriormente, eran
depositados en una pequeña caja y volvían a ser enterrados en el mismo
nicho. Pues bien, cuando se profanaron estos nichos, el clamor popular
afirmó que aquella monja, profanada, había sido enterrada con los
abortos que había tenido a lo largo de su vida. La incultura de aquellos
milicianos difamó un ritual lógico pero, impensable para unas mentes
corrompidas por el odio hacia todo aquello que tuviera que ver con la
religión. Lo mismo ocurrió con el convento de monjas
Salesianas del Paseo de San Juan de Barcelona. No sólo profanaron las
tumbas, sino que expusieron, a contemplación pública, los restos
momificados de aquellas monjas. E, incluso, algunos milicianos, bailaron
con esos cuerpos. También algunos milicianos se fotografiaron vestidos
con hábitos o realizaron representaciones teatrales profanas en los
altares. Era una campaña total para desvirtuar una realidad: España
había dejado de ser católica, como dijo Azaña y, por lo tanto, todo
valía. La difamación también se extendió a levantar falso
testimonio con respecto a los sacerdotes y las iglesias. Por ejemplo, se
llegó a afirmar lo siguiente: «El gobierno constata que casi todas las iglesias
se convirtieron en fortalezas, que casi todas las sacristías se
convirtieron en depósitos de municiones, y la mayoría de obispos,
sacerdotes y seminaristas, franco-tiradores de la rebelión. Semprún
Gurrea, en La question d’Espagne inconnue, Esprit, revue internationale,
1º de noviembre de 1936, declaraba: En el orden lógico o teórico, se
podría admitir la simultaneidad de la adhesión de una parte –de una gran
parte- del clero a la revuelta militar, y de las violencias contra las
instituciones o personas religiosas. Pero en el orden de los
acontecimientos históricos es cierto que las medidas gubernamentales con
respecto a las instituciones religiosas, incluso las violencias de hecho
cometidas por elementos de izquierda más o menos irresponsables, han
sido procedidos por la participación del clero, tanto regular como
secular, en la revuelta desencadenada en el mes de julio (…) yendo de la
simpática manifiesta y del estímulo moral hasta la participación
efectiva en la lucha homicida, armas en mano». Y Antonio Salcedo afirmaba: «¿Qué iglesias han sido destruidas? Aquellas desde
las cuales se tiró contra el pueblo muerto de hambre. ¿Qué conventos
fueron incendiados? Aquellos que eran depósitos de municiones». El que fuera representante de la llamada zona
republicana de España en la Sociedad de Naciones y embajador en
Bruselas, París y Buenos Aires durante la guerra civil, Ángel Ossorio
Gallardo, declaró: «Se dirá que en España se han cometido violencias
contra las iglesias y contra el clero. Es verdad. Negarlo, sería
hipocresía. Pero estas violencias son la respuesta a las que el clero
cometió contra el pueblo. Desde el comienzo hubo iglesias transformadas
en fortalezas, desde las cuales se tiraba con fusiles y ametralladoras. «Yo soy abogado, y estoy acostumbrado a apreciar
las causas y las consecuencias. Y cuando considero la conducta de
ciertos católicos y del clero de mi país, estoy obligado, aun
deplorándolas, a comprender las represalias de las masas populares». María de Smeth publicó, en 1937, un libro titulado
‘¡Viva España! ¡Arriba España!’. Smeth incluye el testimonio de un
campesino extremeño que le comenta: «Casi la mitad de la tierra española es propiedad
de la Iglesia y de los conventos. Así aparece de manifiesto esta especie
de contradicción que significa el furor de españoles creyentes contra
iglesias y conventos, párrocos y religiosas. La Iglesia ha equiparado la
religión y la fe con la propiedad y el Estado. Y el comunismo no ha
tenido más que excitar el odio contra los propietarios y señores para
acometer y aniquilar a la Iglesia en una definitiva explosión de odio de
las gentes. Ciertamente Moscú ha escogido el país más apropiado para sus
planes. Esto es lo que más se asemeja a la Rusia zarista». En definitiva, como hemos podido ver hasta éste
momento, se quiso que España fuera el segundo país bolchevizado de
Europa y, por ello, se blasfemó contra la Iglesia Católica. Pero, no
finalizó aquí el ataque comunista contra ella, al contrario. En la revista ‘VU en Espagne’, el 29 de agosto de
1936, apareció un trabajo en el cual, bajo la pregunta, ¿Por qué han
sido quemadas las iglesias?, se aportaban testimonios que falseaban la
realidad. La intención de la revista era exculpar al Frente Popular del
sacrilegio cometido. Uno de los testimonios llamado G. Soria, entre
otras cosas, decía: «por los cuatro costados de la Ciudad en agitación,
el 19 de julio por la mañana, hombres vestidos de sayal o en sotana se
dieron a cambiar sus rosarios por ametralladoras, a convertir sus
capilla e iglesias en nidos erizados de municiones y fusiles (…) Quiero
decir una vez más que todas las iglesias quemadas habían contenido
fascistas». Con referencia a la Iglesia de Santa María del Mar,
en Barcelona, lugar desde donde se aseguró que se había disparado, se
celebró misa a las 5 de la mañana del 19 de julio de 1936. La iglesia
quedó cerrada. El sacerdote se retiró a su casa, que estaba próxima,
porque estaba indispuesto. Horas después unos hombres armados fueron a
prenderle porque había disparado contra el pueblo desde la Basílica.
Todos los vecinos lo defendieron, porque lo conocían bien. Los
milicianos quedaron convencidos y dejaron libre al sacerdote. Sin
embargo, la leyenda urbana corrió por la ciudad y poco después Santa
María del Mar era pasto del fuego. Lo mismo podríamos explicar de otras iglesias de
Barcelona que fueron pasto de las llamas. Ningún sacerdote cambió
rosarios por ametralladoras o fusiles. No se combatió desde las
Iglesias. Todo fue una mentira infundamentada para, por decirlo de
alguna manera, tener patente de corsos y, así, poderlas incendiar y
saquear. Fue un engaño y una difamación contra la Iglesia Católica. Con respecto a los registros, era frecuente que una
patrulla de control visitara una casa. En ella escondían un arma. Horas
después volvían y la localizaban. De esta manera podían inculpar a la
persona o personas que la ocupaban. Un ejemplo es el que sucedió en la
población de Sant Boi de Llobregat. Unos milicianos fueron a buscar al
párroco para que les abriera la Iglesia. Por el camino el párroco les
dijo: «Juego limpio, cuidado con tirar vosotros, para luego poder decir
que se os ha disparado desde la iglesia como se ha hecho en otros
lugares». Otro ejemplo es aquel de tres sacerdotes que ante el temor de
ser asesinados, se escondieron en una casa cercana. Horas después, un
grupo de milicianos fueron a aquella casa y dispararon contra la
iglesia, con el pretexto que los tres sacerdotes les estaban disparando.
Ambos, los sacerdotes y los milicianos estaban en la misma casa y,
difícilmente los primeros podían disparar desde la iglesia. También la leyenda popular hizo creer que un grupo
de milicianos sorprendieron a un cura, en la Iglesia de Santa María del
Mar, disparando. Le cortaron la cabeza como trofeo de caza. Era mentira,
pero, la leyenda se extendió tanto por Barcelona que, incluso, hubo
gente que aseguró haber visto la cabeza del sacerdote. Como escribe Ignacio Yarza: «Antes de haber sofocado por completo el
Alzamiento, comenzó la quema de Iglesias y conventos, convirtiendo en
cenizas todo cuanto de valor artístico e histórico había en ellos. Antes
de que se apagaran las hogueras, empezó la persecución y asesinato de
cuantos curas, frailes y monjas pudieron encontrar. Después siguieron
todas aquellas personas que sabían eran católicas, o, simplemente, de
las llamadas de derechas. Incluso asesinaron a gentes más o menos
izquierdosas, que habían dado cobijo a algún desgraciado que, al ser
descubierto en su escondite, arrastró a la muerte a los que, por simple
humanidad o compasión, habían tratado de ayudarle. Barcelona se
convirtió en una ciudad sin ley. El caos era completo. Sin seguridad ni
justicia para nadie». José Vives Suriá escribe: «Pero los que vivíamos en aquellos días
tempestuosos, y a la vez llenos de pavor y de esperanza, de tinieblas y
de luz, de lágrimas amargas y de suavísimas sonrisas, de sangrienta
persecución y de heroísmo martirial, sabemos muy bien que no es verdad
que las iglesias fuesen en ningún momento una especie de fortaleza y
patio de armas del Alzamiento Nacional; que no es verdad que los
religiosos y los frailes se dedicasen a disparar contra el pueblo desde
las ventanas de los conventos; que no es cierto que la Iglesia fuese de
ningún modo enemiga de las clases humildes y menesterosas. El silencio,
por calculado y espeso que sea, y la manipulación más hábilmente
configurada, no lograrán jamás cambiar el curso auténtico de la
historia, ni alterar la realidad de los hechos». Continuando con la difamación, una de las proclamas
de los milicianos decía así: «Hay que destruir la Iglesia y todo lo que tenga
rastro de Ella. ¿Qué importa que las iglesias sean monumentos de arte?
El buen miliciano no se detendrá ante ellos. Hay que destruir la
Iglesia». En octubre de 1936 ‘Solidaridad Obrera’ publicaba
el siguiente texto: «Hemos hecho una policía general de sacerdotes y
parásitos; hemos echado fuera a los que no habían muerto con las armas
en la mano, de manera que no puedan volver nunca más. Hemos hecho
justicia de las ridiculeces y fingida caridad de la Iglesia y de los
clérigos, los cuales, presentándose como apóstoles de paz, habían
quemado a los hijos del pueblo a favor de los grandes monopolizadores de
las riquezas y de los secuestradores de la libertad. «Hemos encendido la antorcha aplicando el fuego
purificador a todos los monumentos que desde siglos proyectaban su
sombra por todos los ángulos de España, las iglesias, y hemos recorrido
las campiñas, purificándolas de la peste religiosa». Y el 18 de octubre de 1936 ‘Solidaridad Obrera’
publicaba lo siguiente: «Siempre, en todos los tiempos y en todas las
épocas, los crímenes más horrendos han tenido por mudo testigo la
fatídica Cruz (…) No resta en pie una sola iglesia en Barcelona, y es de
suponer que no se restaurarán, que la piqueta demolerá lo que el fuego
empezó a purificar». Era una campaña basada en la mentira pues, no era
cierto que en Barcelona no existiera, en pie, ninguna iglesia. Aunque
quemadas, restaron en pie muchas y no sufrieron la destrucción del fuego
la Catedral, la Iglesia de los Santos Justo y Pastor, por poner sólo
algún ejemplo. Así pues, se influenciaba a la gente contra la Iglesia
bajo la mentira y, esa mentira fue creída. El boletín ‘Sembrador’, órgano comarcal de las
juventudes libertarias del Ter y Fresser, que se editaba en Puigcerdá,
en su número 14, publicado el 20 de octubre de 1936, decía así: «He visto las obras de derrumbe de lo que fue antro
espiritual de corrupción. La desaparición de aquel edificio, a la par
que el saneamiento moral que significa, dará realce urbano a aquel
lugar. En lugar de rincones, de oscuridad, cadaverismo y atmósfera
rarificada por el aliento fétido de la beateria fanática, hará amplitud,
claridad, vida, luz, saneada atmósfera. «Cada piedra que va derribándose de la ex covacha,
va descubriendo más el perfil pétreo de la torre alta y de forma
octogonal, la cual parece expresar a medida que va aislándose de la
carroña, que la envolvía, como si estuviera dando cuenta que después de
tantos años de ser utilizada para fines malignos, le va a llegar el
momento por fin de tener una utilidad beneficiosa o quien tenga
necesidad de expansionarse desde su cima, en la contemplación de un
bellísimo panorama». Por su parte ‘Combat’, el 15 de agosto de 1936,
escribía: «en la ciudad donde hay un Cristo que se enfilaba
río arriba –se refiere a la ciudad de Balaguer (Lérida)- en aquellos
tiempos llamados paleolíticos, epipaleolíticos o neolíticos. Ahora ya no
lo podrán hacer más, porque los camaradas que viven cerca del río
anteriormente citado, se enfadaron y lo han convertido en una montaña de
cenizas, mientras las viejas beatas esperaban que floreciera el milagro
como una seta en una noche de verano». Y finalmente ‘Solidaridad Obrera’, el 15 de agosto
de 1936, publicaba: «La Iglesia ha de desaparecer para siempre. Los
templos no servirán más para favorecer alcahueterías inmundas (…) Se han
terminado las pilas de agua bendita (…) No existen covachuelas
católicas. Las antorchas del pueblo las han pulverizado (…) Pero hay que
arrancar a la Iglesia de cuajo. Para ello es preciso que nos apoderemos
de todos sus bienes que por justicia pertenecen al pueblo. Las órdenes
religiosas han de ser disueltas. Los obispos y cardenales han de ser
fusilados». Otra parte de la propaganda difamatoria fue
organizar escenas que poco tenían que ver con la reacción común de la
Iglesia Católica. En Gerona un vecino de la ciudad pudo ver a un grupo
de sacerdotes armados. A pocos metros un operador cinematográfico
filmaba la escena. En Igualada se obligó a unos sacerdotes a tomar unos
fusiles en gesto de tiro. Una cámara fotográfica inmortalizó la escena.
En Barcelona sucedieron escenas semejantes. En definitiva, gracias a la
fuerza de las armas pudieron obtener unas pruebas difamatorias. Incluso
se llegó a asegurar que los religiosos fueron respetados y que, si
después fueron muertos, su muerte fue debida a que el pueblo,
equivocadamente o con razón, les creían aliados y cómplices de los
militares sublevados. En definitiva, se estructuró una campaña
difamatoria contra la Iglesia Católica, utilizando todos los medios
posibles, para humillar, mancillar y difamar a los sacerdotes. Una
campaña bien orquestada que dio como resultado el asesinato de 2.039
miembros de la Iglesia y el incendio y destrucción de centenares de
iglesias y capillas. Sembrar el odio fue fácil y, el efecto domino, hizo
el resto. La difamación no acabó al finalizar la guerra
civil. El caso más claro es el del Obispo de Barcelona, Manuel Irurita.
Su proceso de beatificación se interrumpió por unas declaraciones,
difamatorias, que pusieron en duda sí realmente había muerto el 3 de
diciembre de 1936 o, por el contrario, fue asesinado una vez terminada
la guerra. Las personas que aseguraban que el Obispo Irurita murió al
finalizar la guerra eran el doctor José Raventós y el señor Aragonés,
los cuales afirmaron que, dos días después de la entrada de las tropas
nacionales en Barcelona, vieron una persona que salía del Palacio
Episcopal, acompañada de otra, y reconocieron, a aquel hombre, como al
Obispo Irurita, Iba vestido de paisano, con boina, y les pareció que los
reconocía, pero inmediatamente desapareció.
Se creyó a estos hombres, cuya declaración impedía su
beatificación al no considerarse que fuera un mártir de la guerra, y no
se tuvo en cuenta los testimonios de mucha gente que vio el cadáver del
Obispo Irurita en el cementerio de Montcada y Reixach, como es el caso
de la hija de Antonio Ponti, que declaró: «Fui con mi madre a Montcada. Los restos estaban
sobre unas mesas de mármol y los cuerpos procedían de un descampado
donde estaban enterrados en cal. Junto al cadáver de mi padre estaba el
del Obispo». Esto no se tuvo en cuenta y sí la confusión de dos
personas que, tal vez vieron a alguien salir del Palacio Episcopal,
pero, indudablemente, no podía ser el Obispo Irurita.
Otro ejemplo. El 25 de junio de 1938, una circular del gobierno
republicano, publicada en la ‘Gaceta de la República’, simuló protección
a los sentimientos religiosos, facultando a los ministros del culto y
miembros de las Congregaciones religiosas, para prestar su servicio
militar en Sanidad, por la mayor compatibilidad de estos servicios con
la condición eclesiástica de dichos reclutas. En la circular, firmada
por Negrín, se podía leer: «El caso de dos frailes carmelitas, a los que los
facciosos obligaron a incorporarse al Tercio Extranjero, y a pelear en
vanguardia. Los mencionados carmelitas desertaron de las filas rebeldes
y se unieron al ejército republicano, que supo tener con ellos el
respeto debido a sus sentimientos, situándolos en los servicios
sanitarios, labor más apropiada a su formación espiritual. Tras ellos
han ido ingresando en Sanidad sacerdotes católicos y pastores
protestantes, a todos los cuales, así como a los ministros de otras
religiones, parece conveniente permitirles que, en caso de ser
requeridos por quienes forman en el Ejército republicano, puedan prestar
también los auxilios espirituales que demanden y que sean compatibles
con las exigencias de la guerra, y con las necesidades de la Campaña. «En virtud, vengo a disponer lo siguiente: Todos
los Jefes de Unidades de Tierra, Mar y Aire, otorgarán las facilidades
posibles para que quienes lo demanden, reciban los auxilios espirituales
de los ministros de la religión que profesen, quienes, desde luego,
están especialmente autorizados para ellos por esta orden». Esto es otra prueba sobre la difamación que se
entretejió contra la Iglesia Católica. Durante la guerra civil fueron
asesinados, en Cataluña, un total de 33 carmelitas. Por lo tanto,
difícilmente pudieron pasarse al bando republicano pues, los habían
perseguido casi hasta la extinción. Lo mismo podemos añadir de las otras
congregaciones religiosas y del clero secular. Exterminio Sobre el exterminio, al inicio de la guerra el
pánico se apoderó de todos aquellos que estaban desvinculados del bando
que había ganado la sublevación, esto es, todos aquellos que no
pertenecían a la izquierda, a los grupos anarco-sindicalistas, al
socialismo, o al comunismo. En las ciudades resultó un poco más sencillo
esconderse. En los pueblos la situación era diferente. Muchos sacerdotes
tuvieron que buscar refugio en la montaña, escondiéndose en cuevas o
cavidades. Algunos pasaron varios días. Otros permanecieron escondidos
semanas o meses. Su único pensamiento era poder huir hacia las ciudades
y, de allí, trasladarse fuera del país o a la zona nacional. Algunos,
desgraciadamente, murieron de inanición, fueron encontrados o,
simplemente, para dejar de pasar hambre, se entregaron a los comités
locales. Así pues, en los primeros meses de la guerra, el resumen que se
puede hacer de la situación es el siguiente: o conseguían los sacerdotes
huir a Barcelona o acababan muertos. Huido o muerte, esto resume los
meses de julio a diciembre de 1936 por lo que respecta a la persecución
religiosa en Cataluña. Lo que sí fue una norma era la muerte inmediata,
sin interrogatorio ni juicio. Cualquier cosa era excusa más que
suficiente para asesinar. Así, un número bastante elevado de sacerdotes
fueron asesinados en su propio domicilio o en el piso donde habían
encontrado refugio. A medida que los meses fueron pasando, los métodos
cambiaron. Era como si la ira contra la Iglesia se hubiera apaciguado.
Los sacerdotes que conseguían detener eran conducidos a la Central de
Patrullas, situada en el Paseo de San Juan esquina Provenza, en
Barcelona. Después de una breve estancia allí, eran trasladados, con
cualquier pretexto, y los asesinaban. A mediados de septiembre de 1936
la Central de Patrullas quedó en desuso y los detenidos eran trasladados
a la checa de San Elías. Se puede decir que todos los sacerdotes que
ingresaron en San Elías fueron asesinados. Sólo consta que salieron con
vida, en diciembre de 1936, 41 maristas, que fueron trasladados a la
cárcel Modelo de Barcelona. Los detenidos en la checa de San Elías, en su
mayoría, no murieron allí. Los paseos estuvieron a la orden del día.
Así, el detenido, era montado en un coche y asesinado en un lugar
predeterminado de la ciudad. Los lugares más frecuentes fueron: el
Morrot; Casa Antúnez, Hipódromo; cementerio de Las Corts; Pedralbes;
Font del Lleó; Turo Park; Vallvidrera; Tibidabo, carretera de la
Rabassada; carretera de Horta; Hospital de San Pablo; Hospital Clínico;
cementerio de Cerdanyola; cementerio de Montcada y Reixach… Ahora bien,
la calle, cualquier calle de Barcelona o de cualquier pueblo de Cataluña
sirvió para ejecutar a un detenido. En definitiva, se asesinó indiscriminadamente, sin
importar la edad, o si estaban enfermos. Los sacerdotes, para los
milicianos, eran unos apestados y, por lo tanto, debían ser eliminados.
Y lo mismo ocurría con las buenas personas que les refugiaron. Tener un
sacerdote en casa y ser descubierto suponía, automáticamente, la muerte.
Se llegó a un punto que el sacerdote no contaba para nada. Ni tampoco
como víctima. Conclusiones Y llegamos
a las conclusiones. La persecución religiosa que sufrió España durante
la guerra civil, fue el final de un largo periodo que se inició en 1834.
Coincidiendo con la I Guerra Carlista, se promulgaron las leyes de
exclaustración y desamortización de Mendizábal. Con ellas se redujo el
poder que la Iglesia Católica había tenido durante el Antiguo Régimen.
Con el pretexto que la nación necesitaba dinero para poder sufragar la
guerra, se cambió la propiedad de la tierra. Si, hasta ese momento, la
Iglesia había sido la gran propietaria, a partir de entonces, con la
compra de esas propiedades, se creaba una nueva clase social: la
burguesía. Así pues, esas leyes tuvieron un doble efecto. En primer
lugar lo ya citado sobre la Iglesia y, por derivada, apartar a la
nobleza de los puestos destacados de la política. Y, como consecuencia
de ello, se creó una nueva clase social, la burguesía, que obtuvo
privilegios y empezó a gobernar la España que se crearía una vez
finalizada la I Guerra Carlista. Un segundo golpe contra la Iglesia fue la segunda
serie de leyes de exclaustración y desamortización, esta vez,
patrocinadas por Mádoz. Sí todavía quedaba algo en propiedad de la
Iglesia, con estas nuevas leyes se la volvía a diezmar. No hubo
persecución hacia las personas pero, sí hacia el patrimonio
eclesiástico. El Concordato de 1851 sólo fue un espejismo dentro de un
periodo marcado por el propósito, de los gobernantes españoles, de hacer
callar a la Iglesia y de ensombrecer su imagen. Demasiados años de
poder, según ellos, que había condicionado el desarrollo del país. Con
la Iglesia apartada del poder, España evolucionaría y estaría a la
altura de otros países europeos. Si bien, en algunos periodos esto se
consiguió, siempre en el plano económico, con Iglesia o sin ella, se
hubiera evolucionado igual. Plagas como la filoxera o la caída de la
producción textil fueron claves y sólo la evolución socioeconómica del
país tenía la potestad de hacer avanzar o retroceder al país. La Restauración trajo un periodo de calma e,
incluso algunos obispos participaron en el congreso y en el senado.
Fueron años tranquilos para la Iglesia, pero no tuvieron continuidad. La
Semana Trágica de Barcelona marca un punto y aparte en lo que se refiere
a la persecución religiosa. Se inicia una nueva etapa en la cual, aparte
de patrimonio eclesiástico, se atacó a los religiosos. La llegada de la
II República sería la culminación que evolucionó hasta tener su cenit en
la guerra civil. La revolución de octubre de 1934 fue la piedra de toque
para, posteriormente, perseguir, hasta casi el exterminio total, a
religiosos, clero, religiosas y seminaristas. España había dejado de ser
católica, como dijo Azaña, y, por ello, se tenía que liquidar a todos
aquellos que representaban a Dios en la tierra. Como siempre ocurre, hay manifestaciones que llevan
la contraria a los dirigentes políticos. Un ejemplo son las apariciones
marianas en Ezquioga durante el año 1932. España había dejado de ser
católica, pero, sin embargo, en Ezquioga peregrinaron miles de personas.
Esta incongruencia hizo que se determinara que las apariciones eran
falsas. Tal vez lo fueran. Ahora bien, ciertas o no, produjeron un
milagro: que los creyentes surgieran y que fueran allí. Esto, que era
contrario a los preceptos establecidos por los políticos de la II
República, no fue entendido. Por eso se persiguió a aquellos que
tuvieron la gracia de ver a la Virgen.
Como vemos, a través de un siglo se ha intentado, por todos los
medios, romper y hacer desaparecer a la Iglesia Católica de España. Los
intentos han sido muchos y los resultados, aunque terribles en algunos
casos, han sido baldíos. La Iglesia Católica se ha mantenido y, mal que
les pese a algunos, España no ha dejado de ser católica.
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